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VASILIEV

HISTORIA DEL IMPERIO BIZANTINO

Capítulo V

LA ÉPOCA DE LA DINASTÍA MACEDÓNICA (867 -1056) Y EL PERIODO DE TURBULENCIAS (1056 -1081)

 

La época de la dinastía macedónica comprende dos períodos de desigual importancia y duración: el primero va del 867 al 1025, año de la muerte del emperador Basilio II; el otro, más breve, se extiende del 1025 al 1056, año en que murió la emperatriz Teodora, última representante de esta dinastía.

El primero de los dos períodos fue el más brillante de la historia política de Bizancio. Las guerras orientales y septentrionales, dirigidas contra árabes, búlgaros y rusos, fueron, a pesar de algunos reveses sufridos a fines del siglo IX y principios del X, coronadas de espléndidos éxitos en la segunda mitad del siglo X y comienzos del XI. El triunfo del Imperio bizantino fue particularmente notable bajo Nicéforo Focas y Juan Tzimiscés y alcanzó su apogeo con Basilio II. A esta sazón los movimientos separatistas del Asia Menor habían terminado; la influencia bizantina en Siria se afirmaba; parte de Armenia había sido añadida al Imperio y la otra reducida a vasallaje; Bulgaria estaba convertida en provincia romana y la joven Rusia, tras recibir el cristianismo transmitido por Bizancio, entablaba con el Imperio estrechas relaciones en los campos religioso, político, comercial e intelectual.

El Imperio, entonces, se halló en el apogeo de su gloria. Una considerable obra, legislativa —expresada por la publicación de un código gigantesco, las Basílicas, y por una serie de famosas Novelas dirigidas contra las usurpaciones de los grandes terratenientes— y un progreso intelectual, al que se hallan asociados los nombres del patriarca Focio y de Constantino Porfirogénito, aumentan más la gloria e importancia del primer período de la dinastía macedónica.

Después del año 1025 y la primera desaparición de la gran figura de Basilio II, el Imperio entró en un período de turbaciones y revoluciones palatinas que lo condujeron a los años de anarquía del período 1056 -1081. Con los Comnenos, que ascendieron al trono en 1081, el Imperio había de conocer otro nuevo siglo de grandeza. El orden se restableció y durante algún tiempo volvieron a prosperar las letras y las artes.

El problema del origen de la dinastía macedónica.

La cuestión del origen del fundador de la dinastía macedónica ha sido muy debatido y resuelto de diversas maneras, a veces contradictorias. Las fuentes difieren mucho sobre ese punto. Mientras las fuentes griegas hablan del origen armenio o macedonio de Basilio I, las fuentes armenias aseguran que el emperador era de sangre armenia muy pura, y las fuentes árabes hacen de Basilio un eslavo. Por eso se ve aplicar a Basilio, ora el nombre, generalmente admitido, de Macedonio, ora de Armenio, ora de Eslavo, que le atribuyen, sobre todo, los historiadores rusos anteriores al último cuarto del siglo XIX. La mayoría de los eruditos consideran a Basilio un armenio establecido en Macedonia y hablan de su dinastía como de una dinastía armenia. Pero, considerando que había muchos armenios y eslavos entre la población de Macedonia, cabe suponer que Basilio fue de origen semiarmenio o semieslavo. De creer a un historiador que ha estudiado especialmente la época de Basilio, la familia de éste pudo haber tenido origen armenio, unirse conyugalmente con eslavos, tan abundantes en Macedonia, y así, “eslavizádose” gradual y profundamente. De modo que si se quiere descubrir una definición más exacta de la dinastía macedónica desde el punto de vista de sus elementos etnográficos, puede dársele el nombre, más correcto, de dinastía armenioeslava. En época reciente los sabios han logrado determinar el nombre de la población natal de Basilio: la ciudad macedonia de Chariupolis.

La vida de Basilio antes de su exaltación al trono fue extraordinaria. Joven y desconocido, acudió a Constantinopla a buscar una mejor posición económica y social. Atrajo la atención de los cortesanos por su alta estatura, su notable fuerza y su habilidad en la doma de caballos salvajes. Los relatos que corrían a propósito de Basilio llegaron a oídos del emperador Miguel III, quien le llamó a su corte, le hizo quedarse a su lado y acabó dejándose influenciar por su nuevo favorito, el cual no tardó en ser proclamado coemperador y coronado como tal en la iglesia de Santa Sofía. Basilio recompensó de manera cruel los favores del emperador. Al advertir que Miguel empezaba a mostrarle desconfianza, le hizo asesinar por sus amigos y se proclamó emperador. A su muerte, el trono pasó a sus hijos, León VI, el Filósofo o el Sabio (886-912), y Alejandro (886-913). El hijo de León, Constantino VII Porfirogénito (913-959), fue muy indiferente a los asuntos públicos y consagró todo su tiempo a la literatura, pasando la vida en compañía de las personas más instruidas de su época. Dejó la administración en manos de su suegro, el enérgico almirante Romano Lecapeno (919-944), al que “un poco de sangre vertida y numerosos perjurios elevaron a la cúspide de las ambiciones humanas”. En 944 los hijos de Romano Lecapeno obligaron a su padre a abdicar y retirarse a un monasterio, declarándose ellos emperadores. Fueron depuestos al año siguiente por Constantino Porfirogénito, quien reinó sólo del 945 al 959. Su hijo, Romano II, sólo gobernó cuatro años (959 -963) y murió dejando a su mujer, Teófano, con dos hijos menores: Basilio y Constantino. Teófano contrajo matrimonio con el mejor general del Imperio, Nicéforo Focas, el cual fue proclamado emperador (Nicéforo II Focas, 963-969). Su reinado terminó de una manera trágica. Fue asesinado el 969, pasando la corona a Juan Tzimiscés (969-976), cuyas pretensiones al trono se fundaban en estar casado con Teodora, hermana de Romano II e hija de Constantino VII Porfirogénito. Sólo después de la muerte de Juan Tzimiscés, los dos hijos de Romano II, Basilio II, apodado el Bulgaróctonos o Matador de Búlgaros (976-1025), y Constantino VIII (976-1028) se hicieron realmente dueños del Imperio. La administración se concentró sobre todo en manos de Basilio II, bajo cuyo reinado el Imperio alcanzó la cima de su poder y gloria. Tras su muerte empezó la decadencia de la dinastía macedónica. Al morir Constantino VIII, el anciano senador Romano Argiro casó con Zoé, hija de Constantino, siendo nombrado emperador y reinando de 1028 a 1034. Zoé le sobrevivió y, teniendo ya cincuenta y seis años, casó con su amante, Miguel el Paflageón, el cual, a instancias de su mujer, fue proclamado emperador, reinando, con el nombre de Miguel IV el Paflagón de 1034 a 1041. Bajo su reinado y el muy corto de su sobrino, Miguel V el Calafate (1041-1042), emperador ocasional y figura tan insignificante como su tío, se produjeron en el Imperio hondo descontento y desórdenes sociales muy graves. El resultado fue la deposición de Miguel V, a quien se sacaron los ojos. Durante un par de meses el Imperio fue gobernado por la extraordinaria asociación de Zoé, viuda por segunda vez, y su hermana menor, Teodora. El mismo año Zoé se casó en terceras nupcias y su nuevo marido fue proclamado emperador, reinando de 1042 a 1055 con el nombre de Constantino IX Monómaco. Zoé murió antes que su tercer marido, pero Teodora sobrevivió a Constantino Monómaco, y a la muerte de éste quedó soberana única del Imperio (1055-1056). El reinado de Zoé y Teodora es el segundo (después del de Irene) y último ejemplo de gobierno femenino en Bizancio. Una y otra ocuparon el trono como basilisas autócratas y soberanas, es decir, como emperatrices de los romanos. Poco antes de su muerte, Teodora, cediendo a las exigencias del partido de la corte, eligió sucesor en el anciano patricio Miguel el Estratonico o Estratiótico, quien ascendió al trono al morir Teodora en 1056. Teodora fue el último miembro de la dinastía macedónica, que ocupó el trono durante 189 años.

 

LA POLÍTICA EXTERIOR DE LOS EMPERADORES MACEDONIOS

La principal tarea que halló ante si Basilio I fue la lucha contra los árabes. Circunstancias excepcionalmente favorables permitían hacer grandes cosas en aquel sentido, ya que el Imperio estaba en paz con Armenia al este, Rusia y Bulgaria al norte, Venecia y el emperador de Occidente al oeste. Si se añaden a eso las disensiones intestinas del califato oriental, provocadas por la creciente influencia de los turcos en la corte árabe; la separación de Egipto donde se fundó en 868 la dinastía independiente de los Tulunídas; las guerras civiles que dividían a los árabes de África del Norte y la difícil situación de los omeyas de España en medio de una población indígena cristiana, es perfectamente claro que Basilio se hallaba en una situación ventajosa para luchar con éxito contra los árabes de Oriente y de Occidente. Pero aunque el Imperio peleó contra los árabes de manera casi ininterrumpida durante todo el reinado de Basilio I, no se aprovechó plenamente de las circunstancias exteriores.

Las operaciones militares empezaron con ven taja hacia el 870, en la región oriental del Asia Menor, dirigiéndose contra los adeptos de la secta de los paulicianos. El emperador tomó la ciudad principal de los paulicianos; Tefrícia (Devrigui). Este éxito no sólo acreció la extensión de los territorios bizantinos, sino que puso también a Basilio en contacto directo con los árabes de Oriente. Los ejércitos bizantinos y árabes mantuvieron varios combates encarnizados y luego la lucha tomó la forma de choques anuales y sin grandes consecuencias. La victoria fue a veces favorable a los griegos y otras sonrió a los árabes, pero al fin la frontera bizantina del Asia Menor adelantó mucho hacia el este.

Las relaciones de Basilio con los árabes de Occidente tuvieron más importancia. Los árabes poseían entonces la mayor parte de Sicilia y ocupaban algunos puntos del sur de Italia. La turbulenta situación de Italia había provocado la intervención del emperador de Occidente, Ludovico II, quien ocupó la importante ciudad de Bari. Basilio se alió a Ludovico para una acción común contra los árabes. Pero esta alianza no produjo los efectos apetecidos y se rompió. Muerto Ludovico, la población de Bari entregó la ciudad a los funcionarios bizantinos.

Entre tanto los árabes se apoderaban de Malta, posición estratégica de primer orden. El 878 tomaron por asalto Siracusa, después de un asedio de nueve meses. Poseemos una interesante descripción del sitio de Siracusa, debida a un testigo ocular, el monje Teodosio, que vivía entonces en Siracusa y a la caída de la ciudad fue cautivo de los árabes en Palermo. Teodosio cuenta que durante el cerco el hambre predominaba en toda la ciudad. Los habitantes hubieron de alimentarse con hierba, pieles y huesos de animales mezclados con agua. Se llegaron a comer cadáveres de adultos y niños. De todo esto resultó una epidemia que arrebató en poco tiempo muchas vidas. Tras la pérdida de Siracusa sólo quedó a Bizancio en Sicilia, como plaza importante, Tauromenium o Taormina, en la costa oriental de la isla. La toma de Siracusa por los árabes señaló un momento crítico en la política exterior de Basilio y pareció presagiar el fracaso de su plan de conjunto contra los árabes.

La caída de Tarento (Italia meridional) en manos de las tropas de Basilio y el triunfante avance de los bizantinos, tierra adentro de Italia, bajo el mando de Nicéforo Focas, en los últimos años del reinado de Basilio, pueden considerarse un cierto consuelo después del desastre de Sir acusa.

Aunque la alianza occidental contra los árabes de Sicilia hubiese arrojado consecuencias negativas, Basilio ensayó otra alianza con el rey armenio Asho Bagratida contra los árabes orientales. La alianza estaba a punto de formalizarse cuando murió el emperador.

A pesar de la pérdida de Siracusa y de algunas campañas desgraciadas contra los musulmanes, Basilio logró aumentar en cierta medida la extensión de s territorios bizantinos en Asia Menor y devolver a Bizancio la autoridad que había perdido en la Italia del sur. “El anciano Basilio —dice el más reciente historiador de ese período — podía morir en paz. Había cumplido en Oriente en Occidente una tarea militar muy importante y a la vez una gran obra civilizadora. El Imperio, tal como Basilio lo dejó, era más fuerte e imponente que cuando lo había recibido”. Basilio había vivido en paz con todos sus vecinos, salvo los árabes. No sucedió igual a su sucesor, León VI, el Filósofo (886-912). Estalló la guerra entre Bizancio y los búlgaros, concluyendo con la victoria de éstos. Durante esta guerra los magiares (húngaros) aparecieron por primera vez en la historia bizantina. A fines del reinado de León los húngaros acamparon a las puertas de Constantinopla. Armenia, aliada de los bizantinos y expuesta a constantes invasiones árabes, no recibió de Bizancio la ayuda esperada. A esto vino a unirse el cuarto casamiento del emperador, que suscitó profundas turbaciones interiores. Este conjunto de complicaciones exteriores e internas tuvo por resultado que el problema de la lucha contra el Islam se hiciera cada vez más complejo y difícil para el Imperio.

Las campañas contra los árabes fueron ineficaces en general bajo el reinado de León VI. En los choques militares crónicos que se producían en los confines orientales, los árabes consiguieron tantos éxitos como los griegos. Ni uno ni otros ganaron mucho en aquellos encuentros. En Occidente, los musulmanes ocuparon Rhegium (Reggio) en el litoral italiano del estrecho de Mesina. Así, el estrecho quedó del todo en manos mahometanas. Los árabes tomaron el 903 Taormina, último punto fortificado de la Sicilia bizantina. Con la caída de esta ciudad, Sicilia quedó de hecho completamente en manos de los árabes. Las pequeñas poblaciones que aun pertenecían a los griegos no desempeñaron papel alguno en la historia ulterior de Bizancio. La política oriental de León VI durante la segunda mitad de su reinado fue independiente en absoluto de sus relaciones con los árabes de Sicilia.

Al principio del siglo X hubo numerosas manifestaciones de la actividad de la flota musulmana. Desde fines del siglo IX los piratas cretenses venían efectuando incursiones devastadoras en el Peloponeso e islas del Egeo. Tales incursiones crecieron en peligrosidad cuando empezaron a actuar de concierto las flotas cretense y siria. El golpe realizado contra Tesalónica por la flota musulmana en 904, bajo la dirección del renegado griego León de Trípoli, fue el hecho de armas más famoso que ejecutaron los árabes en aquel período. La toma de la ciudad exigió un asedio largo y difícil. A los pocos días de la ocupación, los vencedores, cargados de abundantes cautivos y ricos despojos, hiciéronse otra vez a la vela hacia el este y Siria. Tras este desastroso suceso, el gobierno bizantino se preocupó de fortificar Tesalónica. Poseemos un relato detallado del ataque árabe a la ciudad: la dramática exposición del sacerdote Juan Cameniatis, testigo ocular que atravesó todos los rigores del asedio.

Los éxitos navales de los árabes obligaron a los emperadores bizantinos a procurar la mejora de su propia escuadra. Resultado de sus esfuerzos fue la brillante victoria lograda en 906 sobre los árabes en el Egeo por el general bizantino Himerio. Pero la expedición marítima enviada por León VI, bajo la dirección del propio Himerio, contra los aliados árabes orientales y cretenses, concluyó en un completo fracaso para el Imperio. En el detallado análisis que hace de la composición de las fuerzas expedicionarias, Constantino Profirogénito, en De Cerimoniis aulae byzantinae, indica la presencia de 700 rusos.

Así, la lucha contra los árabes, bajo León VI, fracasó del todo. En Occidente se perdió en definitiva la isla de Sicilia; en Italia del sur las tropas bizantinas no lograron progreso alguno después de ser relevado Nicéforo Focas; en la frontera oriental los árabes avanzaban lenta, pero continuamente, y en el mar la flota de Bizancio sufrió varias graves derrotas.

Es interesante observar que, a pesar de la animosidad religiosa y los choques militares, los bizantinos, en sus documentos oficiales, expresaban a veces sentimientos de viva amistad hacia los árabes. Así, Nicolás el Místico, patriarca de Constantinopla en aquel período, escribía “al muy ilustre, muy honorable y “muy amado” emir de Creta, que “los dos poderes del universo entero, el poder de los sarracenos y el de los romanos, se distinguen y brillan como dos astros en el firmamento. Por esta sola razón debemos vivir en común como hermanos, aunque sean dive rsos nuestros usos, costumbres y religión”.

Durante el largo reinado de Constantino VII Porfirogénito (913 -959) y de Romano Lecapeno (919-944), el Imperio bizantino no pudo luchar eficazmente contra los árabes hasta la tercera década del siglo X, ya que todas sus fuerzas estaban ocupadas en la guerra búlgara. Felizmente para Bizancio, el califato atravesaba entonces un período de desintegración, de luchas intestinas y de formación de nuevas dinastías independientes. No obstante, cabe mencionar una operación afortunada de la flota bizantina. En 917, el pirata renegado León de Trípoli, que el 904 se había apoderado de Tesalónica, fue aplastado en Lemnos por la escuadra bizantina.

A continuación de las campañas búlgaras se revelaron generales de mucho talento en los ejércitos griego y árabe. El griego Juan Curcuas fue, con frase de un cronista, un “segundo Trajano o Belisario”, y tomó “alrededor de millares de ciudades”. Incluso se le consagró una obra especial, que no ha llegado a nosotros. Su talento hizo alzarse una nueva aurora en la frontera de Oriente” y con él “un nuevo espíritu pareció animar la política oriental del Imperio, un espíritu de ofensiva y de confianza” (Runciman). Los árabes tuvieron también un jefe eminente en la persona de Saif-Abdallah, miembro de la dinastía independiente de las hamdanidas, que gobernó Alepo. Su corte fue un brillante centro de actividad literaria y los contemporáneos llamaron a su época la “Edad de Oro”. Poco antes de mediados del siglo X, Curcuas alcanzó muchas victorias en la Armenia árabe y ocupó numerosas ciudades de la Alta Mesopotamia. En 933 tomó Mitilene y en 944 la ciudad de Edesa fue obligada por las tropas griegas a entregar una preciosa reliquia que poseía: la imagen milagrosa del Salvador (mandilion), que fue transportada con gran pompa a Constantinopla.

Aquel fue el último triunfo de Curcuas. Sus éxitos, y sobre todo el último, habían hecho de él, según Runciman, “el héroe del momento”. Su popularidad inquietó al gobierno y a fines del año 944 Curcuas fue relevado de su puesto. Casi a la vez caía Romano Lecapeno y a los pocos meses sus hijos, quedando Constantino Porfirogénito como único emperador. “Era el fin de una época. Nuevos actores iban a moverse en escena” (Runciman).

La época de Romano Lecapeno tuvo gran importancia para la política oriental de Bizancio. Después de tres siglos de defensiva, el Imperio, bajo la dirección de Romano y de Juan Curcuas, emprendió una triunfante ofensiva. Al final de aquel período la frontera difería mucho de la hallada por Romano al llegar al poder. En conjunto las provincias fronterizas estaban a salvo de las incursiones árabes. Durante los doce años últimos del reinado de Romano, los invasores musulmanes sólo atravesaron dos veces la frontera. Fue el mismo Romano quien nombró general a aquel Curcuas que fue “el más brillante soldado que el Imperio había producido desde hacía varias generaciones. Él infundió nuevo espíritu a los ejércitos imperiales y los condujo a la victoria, muy al interior de las tierras infieles... Juan Curcuas fue el primero de una línea de brillantes conquistadores y, como primero, tiene derecho a los mayores elogios, una parte de los cuales debe atribuirse a Romano Lecapeno, que fue quien escogió a Curcuas y bajo cuyo reinado el Imperio conoció veinte años de gloria” (Runciman). Los últimos años de Constantino Porfirogénito trajeron encarnizados combates contra Saif y, aunque los griegos fueron vencidos en varias batallas, la lucha concluyó con la derrota de los árabes en el norte de Mesopotamia, atravesando los bizantinos el Éufrates. Durante aquellos años de lucha, Juan Tzimiscés, futuro emperador, se distinguió por su talento militar. En cambio, una expedición marítima organizada el 949 contra los árabes de Creta fracasó por completo, costando a Bizancio numerosas naves. 629 rusos estaban entre los soldados de Bizancio que participaron en aquella campaña. Los constantes choques entre bizantinos y musulmanes en Occidente (Italia y Sicilia) no influyeron en el curso general de los acontecimientos.

Las conquistas orientales de Juan Curcuas y Juan Tzimiscés, que llevaron las fronteras bizantinas más allá del Éufrates, inauguran para Bizancio una serie de victorias sobre los sarracenos. Con expresión del historiador francés Rambaud, “todos los fracasos de Basilio I estaban vengados; quedaba abierto el camino hacia Tarso, hacía Antioquía, hacia Chipre y hacia Jerusalén, y cuando Constantino VII, enfermo, de regreso de su peregrinación al Olimpo, recibió los postreros sacramentos de la Iglesia griega, pudo regocijarse de que bajo su reinado se hubieran hecho tan grandes cosas por la causa de Cristo. Había inaugurado, tanto para Oriente como para Occidente, para los heleno s como para los francos, la era de las Cruzadas”.

Durante el corto reinado de Romano II (959-963), un general capaz y enérgico, el futuro emperador Nicéforo Focas, ocupó Creta, destruyendo así aquel nido de piratas árabes que había aterrorizado a la población de las islas y costas del mar Egeo. Al reconquistar Creta, el Imperio recuperaba un importante punto estratégico y mercantil en el Mediterráneo. Nicéforo Focas obtuvo igual éxito en la guerra emprendida a continuación en Oriente contra Saif. Tras un trabajoso asedio, Nicéforo ocupó temporalmente Alepo, residencia de los hamdánidas.

La obra de los tres emperadores siguientes —Nicéforo Focas, Juan Tzimisees y Basilio II Bulgaróctonos — constituye por sí sola las páginas más brillantes de la historia militar del Imperio en su lucha contra el Islam.

Durante los seis años de su reinado (963 -969), Nicéforo Focas concentró toda su atención en el Oriente, aunque a veces la solicitasen los actos hostiles de los búlgaros, cada vez más amenazadores, como secuela de la intervención del príncipe ruso Sviatoslav. Parte de las fuerzas de Bizancio fue retenida también por los choques con el emperador germano Otón el Grande, en Italia. En Oriente, las tropas bizantinas, después de la ocupación de Tarso, conquistaron Cilicia. A la vez la flota de Bizancio arrebataba a los árabes la importante isla de Chipre. A propósito de la caída de Tarso, Yaqut, geógrafo árabe del siglo XIII relata una historia muy curiosa fundada en los relatos de los refugiados de los distritos sometido s. Según esa narración, Nicéforo Focas hizo plantar, como emblemas, en los muros de Tarso, dos estandartes, el uno “de la tierra de los romanos”, el otro “de la tierra del Islam”, ordenando a los heraldos que proclamasen que en torno al primero debían reunirse cuantos deseasen la justicia, la imparcialidad, la seguridad de sus bienes, de su familia, de su vida, de sus hijos, buenos caminos, buen trato y leyes justas, mientras en torno al segundo habían de congregarse los que desearan el adulterio, una legislación opresora, violencias, extorsiones, confiscaciones de propiedades y usurpaciones de tierras.

La ocupación de Cilicia y Chipre abría a Nicéforo el camino de Siria. Comenzó, pues, a trabajar en la realización de su sueño favorito: la conquista de Antioquía, corazón de Siria. Entró, pues, en Siria y asedió Antioquía, pero como se evidenciara pronto que el sitio había de ser dificultoso y largo, el emperador, abandonando el ejército, se volvió a la capital. En su ausencia v durante el último año de su reinado (969) sus soldados tomaron Antioquía. El fin principal quedaba alcanzado. Cayó en manos de los vencedores considerable botín. “Así fue reconquistada por las armas cristianas, el 29 de octubre de 969, la gran Antioquía, la gloriosa Teópolis (nombre dado a la ciudad por Justiniano el Grande), la población de los grandes patriarcas, de los grandes santos, de los concilios y de las herejías”.

A poco de la toma de Antioquía, los bizantinos ocuparon una ciudad siria aún más importante: Alepo. Poseemos el interesante texto del acuerdo redactado entre el general bizantino y el gobernador de Alepo. El tratado determina con mucha exactitud los límites y número de los distritos sirios cedidos al emperador bizantino y de los que éste debía convertirse en soberano. La principal ciudad cedida era Antioquía. La ciudad de Alepo (en árabe Haleb) se convertía en Estado vasallo del Imperio. La población musulmana pagaría a Bizancio un impuesto especial, mientras los cristianos de los distritos vasallos quedaban exentos de toda carga fiscal. El emir de Alepo consentía en ayudar al emperador en las guerras de éste contra los no musulmanes de aquellas provincias. Igualmente se comprometía a proteger a las caravanas comerciales bizantinas que pudiesen penetrar en su territorio. Se garantizaba a los cristianos la reconstrucción de sus iglesias destruidas. Se aseguraba la libertad de conversión del cristianismo al mahometanismo y recíprocamente. El tratado se concluyó después de morir asesinado Nicéforo Focas (fines del 969). Jamás los musulmanes habían sufrido a manos bizantinas humillación como la que les infligió Focas. Perdían Cilicia y parte de Siria y una porción considerable de su territorio quedaba bajo la soberanía del Imperio

Yahia-ibn-Said de Antioquía, historiador árabe del siglo XI, declara que la población de las provincias musulmanas tenía la certeza de que Nicéforo se apoderaría de toda Siria y otras provincias. “Las incursiones de Nicéforo —escribe aquel cronista— se convirtieron en un placer para sus soldados, porque nadie les atacaba ni se les oponía. Avanzaba adonde quería, destruía lo que deseaba sin encontrar un musulmán, ni hombre alguno, fuese quien fuera, que le hiciese retroceder o le impidiese obrar a su grado... nadie podía resistirlo”. En Occidente la política de Nicéforo Focas fracasó. Bajo su reinado los musulmanes conquistaron en Sicilia las últimas poblaciones bizantinas, quedando toda la isla en manos de los árabes. La principal tarea que incumbió a Juan Tzimiscés (969-976), sucesor de Focas, fue conservar lo conquistado por su predecesor en Cilicia y Siria. Durante los primeros años de su reinado, Juan no pudo participar personalmente en las operaciones militares de la frontera oriental a causa de las guerras rusa y búlgara y de la insurrección de Bardas Focas, sucesos que requerían la atención del emperador con plena exclusividad. Juan Tzimiscés quedó victorioso en el norte y aplastó la insurrección de Bardas. El difícil problema italiano se resolvió casando a la princesa bizantina Teófano con el heredero del trono germánico, el futuro emperador Otón II. Resueltas estas diversas cuestiones, pudo Juan Tzimiscés ocuparse del frente oriental.

Sus campañas contra los musulmanes de Oriente fueron muy brillantes. Sobre la última poseemos una fuente interesante conservada en las obras del historiador armenio Mateo de Edessa. Es una carta dirigida por Juan Tzimiscés a su aliado Aschod III, rey de Armenia. Por esa misiva se ve que el objetivo final del emperador era conquistar Jerusalén y emprender una verdad era cruzada. Partiendo de Antioquía con su ejército, entró en Damasco y luego, dirigiéndose al sur, avanzó por Palestina. Las ciudades de Nazaret y Cesárea se entregaron espontáneamente al emperador. La propia Jerusalén empezó a “implorar clemencia”. “Si esos malditos africanos que habían establecido allí su residencia —escribe el emperador en su carta a Aschod — se nos hubiesen refugiado en las fortalezas del litoral, habríamos ido, con ayuda de Dios, a Jerusalén y hubiésemos podido orar en los Santos Lugares”. Pero antes de marchar sobre Jerusalén, Juan llevó sus fuerzas al norte, “siguiendo el camino que bordea el mar” y se apoderó de varias ciudades situadas sobre aquel camino. En la misma carta leemos: “Ahora toda Fenicia, Palestina y Siria están liberad as de la tiranía de los musulmanes y obedecen a los romanos”. La carta, por supuesto, contiene muchas exageraciones. Comparándola con los informes auténticos que nos da el historiador árabe Yahia-ibn-Said, se advierte que los resultados de la campaña de Palestina fueron menos importantes. Según toda probabilidad, el ejército bizantino no rebasó mucho la frontera siria.

De regreso las tropas bizantinas a Antioquía, el emperador volvióse a Constantinopla, donde murió el 976. Según un cronista bizantino “todas las naciones quedaron espantadas por los ataques de Juan Tzimiscés. Él agrandó el territorio de los romanos; los sarracenos y los armenios huyeron ante él; los persas le temieron; hombres de todas las naciones le llevaban presentes, implorándole que hiciese la paz con ellos; avanzó hasta Edesa y hasta el río Éufrates y la tierra se llenó de ejércitos romanos; Siria y Fenicia fueron holladas por las pezuñas de los caballos romanos, y él consiguió grandes victorias. La cortadora espada del cristiano se abatí a como una hoz”.

Las provincias conquistadas por Juan Tzimiscés en su última campaña no fueron agregadas al Imperio. El ejército retornó a Antioquía, que fue la principal base de operaciones de las tropas bizantinas en Oriente durante la última parte del siglo X.

Bajo el sucesor de Juan, Basilio II (976 -1025), las circunstancias no se mostraron favorables a una política ofensiva en Oriente. Las amenazadoras insurrecciones de Bardas Skleros y de Bardas Focas en Asia Menor y la persistente guerra búlgara requerían la atención continua de Basilio. No obstante, reprimidas las rebeliones, el emperador peleó contra los musulmanes varias veces a pesar de que continuaba la guerra búlgara. Las posesiones sirias del Imperio estaban muy amenazadas por el califa de Egipto y la ciudad vasalla de Alepo fue ocupada varias veces por ejércitos enemigos. Apareciendo personalmente, y a veces de improviso, en Siria, Basilio logró restaurar allí la influencia bizantina, pero no pudo hacer nuevas conquistas importantes. Al comenzar el siglo XI el emperador firmó un tratado de paz con Hakim, califa egipcio de la dinastía fatimita. Durante los últimos veinte años del reinado de Basilio no hubo choques graves con los musulmanes, pero Alepo sacudió su vasallaje.

Aunque oficialmente existieran relaciones pacíficas entre Basilio y Hakim, este último en ocasiones persiguió con crueldad a los cristianos, lo que debió disgustar no poco a Basilio como emperador ortodoxo. En 1009, Hakim ordenó destruir la iglesia del Santo Sepulcro y del Gólgota, en Jerusalén. Las reliquias y tesoros de la iglesia fueron entregados al pillaje, los monjes desterrados y los peregrinos perseguidos. Un historiador árabe contemporáneo, Yahia de Antioquía, declara que el ejecutor de la implacable voluntad de Hakim aplicó “todos sus esfuerzos a destruir el Santo Sepulcro, arrasándolo hasta el suelo. Lo hizo pedazos casi totalmente y lo aniquiló”. Los cristianos y los judíos, aterrorizados, acudían en masa a las oficinas del gobierno musulmán prometiendo renegar de su religión para abrazar la islámica. El decreto en que Hakim ordenaba la destrucción del templo fue firmado por un ministro cristiano.

Parece que Basilio II no hizo nada en defensa de los cristianos perseguidos ni de sus santuarios. Después de la muerte de Hakim (1021), se abrió un periodo de tolerancia, y en 1023, Nicéforo, patriarca de Jerusalén, fue enviado a Constantinopla para anunciar que las iglesias y sus bienes habían sido restituidos a los cristianos, que la iglesia del Santo Sepulcro y todas las demás destruidas en Siria y Egipto habían sido reedificadas y que, en general, los cristianos vivían seguros bajo el gobierno del califa. Desde luego, en el relato de la reconstrucción de los templos en tan breve período debe suponerse parte de exageración .

En Occidente, los árabes de Sicilia seguían efectuando incursiones en la Italia del sur. El gobierno bizantino, ocupado en otros problemas, no podía evitarlo. La intervención del emperador Otón II de Alemania, emparentado por alianza matrimonial con la dinastía bizantina, obtuvo al principio algunos éxitos en Italia, pero al cabo los árabes infligieron una dura derrota a Otón. Hacia el fin de su reinado Basilio II comenzó a preparar una gran expedición para reconquistar Sicilia, más murió mientras se ocupaba en tales preparativos.

La anarquía que siguió a la muerte de Basilio reanimó el valor de los árabes, quienes tomaron la ofensiva y lograron triunfos, sobre todo en la comarca de Alepo. La situación del Imperio quedó restablecida en cierto grado merced al joven y talentoso general Jorge Maniaces, quien logró ocupar Edesa en 1032 y recuperar la segunda reliquia de la ciudad, la carta apócrifa de Jesucristo a Abgaro, rey de Edesa. Después de la toma de esta ciudad, el emperador Romano III propuso a los musulmanes un tratado de paz. Las dos primeras estipulaciones que presentaba concernían a Jerusalén y merecen atención especial. Exigía el emperador en la primera cláusula que los cristianos tuviesen derecho a reconstruir todas las iglesias destruidas y convenía en que la reedificación del templo del Santo Sepulcro se hiciese a expensas del tesoro imperial. La segunda condición reservaba al emperador el derecho de nombrar al patriarca de Jerusalén. Las negociaciones transcurrieron con lentitud, porque no existía acuerdo sobre varias cláusulas del tratado. Pero parece que el califa no se oponía a las dos primeras estipulaciones. El pacto definitivo se firmó en 1036 y por él el emperador obtenía el derecho de restaurar a su costa la iglesia del Santo Sepulcro. En 1046 un viajero persa, Nasir-i-Khusrau visitó la iglesia restaurada, edificio espacioso, capaz de contener ocho mil personas y construido con mucho arte. Se distinguía por sus mármoles de colores, su ornamentación y sus esculturas. En el interior el templo estaba decorado enteramente con pinturas y cubrían las paredes telas de brocado bordadas en oro. El mismo viajero persa cuenta la curiosa leyenda de que el emperador había visitado Jerusalén, pero como mero particular, de incógnito, pudo decirse. “En los días en que Hakim reinaba en Egipto, el césar griego vino de esa manera a Jerusalén. Cuando Hakim supo la nueva de su llegada, llamó a uno de sus coperos y le dijo: ‘Hay un hombre que es tal y tal y a quien hallarás sentado en la mezquita de la Ciudad Santa. Vete, acércate a él, y dile que Hakim te envía a él para que no piense que yo, Hakim, ignoro su venida; más dile que no se turbe, que ningún mal designio tengo contra él ”.

A pesar de varias victorias de Jorge Maniaces, los esfuerzos del emperador p ara reconquistar Sicilia no se tradujeron en resultados apreciables. Es interesante notar que la expedición de Sicilia comprendía la compañía (druzhina) de varengo-rusos que servía al Imperio. Harald Hardrada, el famoso héroe de las sagas escandinavas, participó también en la campaña militar.

Desde mediados del siglo XI el Imperio iba a encontrarse frente a un nuevo enemigo: los turcos selyúcidas, que tan preponderante papel desempeñaron en las épocas siguientes de la historia de Bizancio.

Haciendo un examen de las relaciones musulmana-bizantinas en la época de la dinastía macedónica, vemos que los esfuerzos de Juan Curcuas, Nicéforo Focas, Juan Tzimiscés y Basilio II produjeron el resultado de llevar las fronteras orientales hasta el Éufrates y que Siria, con Antioquía, se incorporó de nuevo al territorio de Bizancio. Si se prescinde del período de turbulencias que siguió a la muerte de Basilio II, puede decirse que aquella fue la época más brillante de la historia de las relaciones de Bizancio con los árabes de Oriente.

A la vez se desarrollaban entre el Imperio y Armenia relaciones muy importantes y frecuentes.

Durante siglos Armenia había sido “una tea de discordia” entre Roma y Persia. Aquella antigua lucha había terminado, a fines del siglo IV, con el re parto del “Estado- tapón” sito entre las dos potencias. La parte occidental —y más pequeña— con la ciudad de Teodosiópolis (hoy Erzerum) había pasado a poder del Imperio romano y la mayor y más grande a manos de los persas sasánidas, bajo quienes fue conocida por el nombre de Persarmenia. Con frase de un historiador, la división política de Armenia en dos partes, oriental y occidental, tuvo por consecuencia una escisión “cultural” en la vida del pueblo armenio, a causa de la diferencia de las dominaciones persa e iraniana”. Justiniano el Grande había introducido en Armenia grandes reformas civiles y militares., proponiéndose destruir ciertos usos locales y transformar Armenia en una provincia imperial ordinaria.

En el siglo VII, después de conquistar a Siria y vencer a Persia, los árabes ocuparon Armenia. Las fuentes armenias, griegas y árabes dan relatos contradictorios de aquel suceso. Más tarde los armenios procuraron aprovechar las turbulencias del califato, las cuales apartaban con frecuencia de los problemas armenios la atención de los árabes, y varias veces trataron de sacudir el nuevo yugo. Las tentativas de insurrección fueron castigadas por los árabes con tremendos pillajes y devastaciones. Marr estima que a principios del siglo VIII Armenia había quedado completamente arruinada por los árabes. Según él, dos señores feudales fueron exterminados con la mayor crueldad y los gloriosos monumentos de la arquitectura cristiana fueron destruidos. En resumen, el fruto de todo el esfuerzo civilizador de los siglos precedentes quedó aniquilado”.

Llegó un momento en que el califato necesitó la ayuda armenia para luchar contra el Imperio bizantino, y en consecuencia otorgó, a mediados del siglo IX, el título de “Príncipe de los príncipes” al armenio Aschod, de la familia de los bagrátidas. La sabia administración de Aschod fue reconocida por todos, y a finales del siglo IX el califa le dio el título de rey. Con esto se estableció en definitiva un nuevo reino armenio, gobernado por la dinastía bagrátida. Al llegar las nuevas de tales sucesos a Basilio I, poco antes de su muerte, el emperador se apresuró a conceder honor análogo al nuevo rey de Armenia y le envió una corona real, firmando además un tratado de amistad y alianza con él. En una carta que Basilio dirigió a Aschod llamábale su muy querido hijo y le daba la seguridad de que Armenia sería siempre, entre todos los Estados, el aliado más íntimo del Imperio. Todo esto demuestra claramente que tanto el califa como el emperador necesitaban a Aschod bagrátida y deseaban contar con su ayuda en la cruenta lucha que ambos mantenían entre sí.

La anarquía subsiguiente a la muerte de Aschod provocó una intervención árabe en los asuntos interiores armenios. Sólo bajo el reinado de Aschod II, “el de Hierro”, en la primera mitad del siglo X, el territorio armenio fue liberado con ayuda de tropas bizantinas y del rey de Iberia (Georgia). Aschod visitó en persona la corte de Romano Lecapeno, donde se le hizo una acogida triunfal. Aschod II fue el primer soberano que tomó el título de Shahinshah (“Rey de reyes”) en Armenia. En la segunda mitad del siglo X, Aschod III trasladó la capital oficial de su reino a la fortaleza de Ani, ciudad que a continuación se adornó de magníficos edificios y convirtióse en próspero centro de civilización. Hasta la guerra de 1914-18, las ruinas de Ani se hallaban en territorio de Rusia, y un sabio ruso, N. Marr, consagró mucho tiempo a estudiarlas con detalle. Sus búsquedas obtuvieron magníficos resultados y sus brillantes descubrimientos fueron de la mayor importancia, no sólo para la historia de Armenia y la civilización de los pueblos caucásicos en general, sino también para la de la influencia bizantina en el Oriente cristiano, que aquellos hallazgos nos permiten conocer mejor. En Armenia estallaron nuevas turbulencias en relación con las invasiones de los turcos selyúcidas bajo Basilio II, quien hubo de ponerse en persona al frente de un ejército en los distritos cercanos al Cáucaso, lo que hizo una vez terminada la guerra búlgara. El resultado de la expedición fue agregar al Imperio parte de Armenia, quedando la otra sometida a vínculos de vasallaje. Esta nueva expansión del Imperio en Oriente valió a Basilio una recepción triunfal en la capital y fue la última victoria militar del activo y glorioso reinado del anciano basileus. Veinte años después, reinando Constantino Monómaco, Ani, la nueva capital de Armenia, fue ocupada por Bizancio. Así concluyó el reinado de los bagrátidas. El último representante de la dinastía fue invitado a instalarse en Constantinopla, recibiendo tierras en Capadocia, una pensión y un palacio a orillas del Bósforo, a cambio de su Estado perdido. “Con la adquisición del reino de Ani, el Imperio poseía el macizo montañoso que cubría hacia el este la región de Iberia, arrebatada en 1021 al rey de los abazes... A la sazón tenía, en la frontera oriental, un territorio compacto, sin parcelación ni corte, entre los países de Ani y el lago de Van” (Laurent).

Pero Bizancio no pudo mantenerse en Armenia. La población estaba muy descontenta de la política administrativa y religiosa del gobierno central. Además, la mayoría de las tropas de ocupación fueron llamadas a Europa para defender a Constantino Monómaco contra la insurrección de León Tornikios y luego contra los pechenegos. Los turcos selyúcidas, aprovechando la situación, conquistaron poco a poco Armenia mediante repetidas incursiones.

Relaciones de Bizancio con búlgaros durante la dinastía macedónica.

La guerra búlgara es, más aún que la guerra árabe, el hecho capital de la historia exterior de la dinastía macedónica. En la época del zar Simeón, Bulgaria se convirtió en el enemigo más temible del Imperio, llegando a poner en peligro el poder del emperador. Pero los emperadores de la casa macedonia sometieron por completo el reino búlgaro, haciendo de él una provincia bizantina.

En el reinado de Basilio I hubo relaciones pacíficas entre Bulgaria y Bizancio. A raíz de la muerte de Miguel III concluyeron favorablemente las negociaciones concernientes al restablecimiento de la unión de las Iglesias griega y búlgara. El rey Boris envió a su hijo Simeón a Constantinopla, para que fuese educado allí. Tales relaciones de amistad eran muy ventajosas para los dos países. Libre de inquietudes en su frontera septentrional, Basilio pudo lanzar todas sus fuerzas a la lucha contra los árabes en Oriente, moviéndolas en el corazón del Asia Menor, y contra los musulmanes de Occidente, en Italia. A su vez, Boris necesitaba la paz para reorganizar su Estado, tan recientemente convertido al cristianismo.

En el reinado de León VI (886) se rompió la paz por razones económicas: tratábase de ciertos derechos aduaneros muy perjudiciales al comercio búlgaro. Tenía entonces Bulgaria por rey al famoso Simeón, educado, como dijimos, en Constantinopla. Su “pasión por saber le llevaba a releer los libros de los antiguos”. Prestó grandes servicios a su reino en las esferas de la civilización y la instrucción. Sus vastos planes políticos habían de ser realizados a costa de Bizancio. León VI, comprendiendo que no podía oponer a Simeón un ejército suficiente (pues las tropas bizantinas estaban absorbidas por la guerra árabe), llamó en su socorro a los salvajes magiares. Estos consintieron en invadir de improviso el norte de Bulgaria para atraer la atención de Simeón lejos de las fronteras bizantinas.

Fue aquel un momento de máxima trascendencia para la historia de Europa. A fines del siglo IX, un nuevo pueblo, los magiares o húngaros (las fuentes bizantinas los califican con frecuencia de turcos y las occidentales los llaman a veces avaros) se halló mezclado en los asuntos internacionales de los Estados europeos. Aquella, con frase de C. Grot, fue “la primera aparición de los magiares en la escena de los conflictos europeos, con el papel de aliados de una de las más civilizadas naciones”. Al principio Simeón fue vencido varias veces por los magiares, pero, desplegando gran habilidad, pudo salir de la difícil situación en que se encontraba. Procuró ganar tiempo negociando con Bizancio, mientras conseguía atraer a su causa a los pechenegos. Con ayuda de éstos batió a los magiares, obligándoles a retirarse al norte, en donde luego se asentaría su futuro Estado, en el valle del Danubio central. Tras esto, Simeón volvióse otra vez hacia Bizancio. Una victoria decisiva condujo a sus tropas hasta los muros de Constantinopla. El emperador, vencido, logró la paz a condición de comprometerse a no ejecutar acto alguno hostil a los búlgaros y a enviar anualmente a Simeón ricos regalos.

Después del asedio y saqueo de Tesalónica por los árabes (904), Simeón mostró vivos deseos de unir aquella ciudad a su reino. León VI no consiguió evitarlo sino a trueque de ceder a los búlgaros otras comarcas del Imperio. Poseemos una interesante inscripción, grabada en un mojón de piedra en la frontera búlgaro-bizantina, en 904, y relativa al arreglo convenido entre ambas potencias. El historiador búlgaro Zlatarski dice respecto a esa inscripción: “Por los términos de aquel tratado, todos los territorios eslavos de la Macedonia meridional y de la Albania meridional de entonces, que hasta aquella fecha habían pertenecido al Imperio bizantino, se convertían (904) en búlgaros. En otros términos, Simeón unía bajo el cetro búlgaro todas aquellas tribus eslavas de la península balcánica que dieron a la nacionalidad búlgara su definitivo aspecto”. Entre esa época y finales del reinado de León no hallamos nuevos choques entre Bulgaria y el Imperio bizantino.

Durante el período transcurrido entre la muerte de León VI y la de Simeón el Búlgaro en 927, hubo entre Bizancio y Bulgaria hostilidades casi ininterrumpidas. Simeón dedicó todos sus esfuerzos a tratar de tomar Constantinopla. En vano el patriarca Nicolás el Místico le envió humildes epístolas, escritas, “no con tinta, sino con lágrimas”; en vano se esforzó en intimidarle amenazándole con una alianza que el Imperio haría con los rusos, los pechenegos, los alanos y los turcos de Occidente, es decir, los magiares o húngaros. Simeón sabía muy bien que aquellas alianzas eran irrealizables y las amenazas del patriarca no le produjeron efecto alguno. Los búlgaros obtuvieron sobre los griegos varias victorias. La más importante fue la de 917, a orillas del Aqueloo, no lejos de Anquialos, en Tracia, donde quedaron destrozadas las tropas bizantinas. León el Diácono , que visitó el campo de batalla a fines del siglo X, escribía: “Aun hoy pueden verse montones de osamentas cerca de Anquialos, en el lugar donde el derrotado ejército romano fue destruido de manera poco gloriosa”.

Tras aquella batalla quedó abierto para Simeón el camino de Constantinopla. Pero el 918 los ejércitos búlgaros hubieron de emplearse en Servia. Al año siguiente (919), el enérgico e inteligente almirante Romano Lecapeno fue, como vimos, proclamado emperador. Los búlgaros avanzaban entre tanto hacia los Dardanelos. El 922 tomaron Adrianópolis (Odrin, la Edirne turca).

Las tropas búlgaras progresaron entonces hacia la Grecia media, y por otra parte llegaron a Constantinopla, amenazando ocuparla. Los palacios imperiales sitos extramuros fueron incendiados. A la vez Simeón procuraba hacer alianza con los árabes, para asediar la capital de concierto con ellos. Toda Tracia y Macedonia, excepto Constantinopla y Tesalónica, estaban en manos búlgaras. Las excavaciones del Instituto Arqueológico Ruso de Constantinopla, hechas no lejos de Aboba, en el nordeste de Bulgaria, han sacado a la luz varias columnas destinadas a la vasta iglesia contigua al palacio real y en las cuales están inscritos los nombres de las ciudades bizantinas ocupadas por Simeón. La posesión de los más de los territorios bizantinos de la península balcánica contribuyó a que Simeón se titulara “Emperador de los búlgaros y los griegos”.

En 923 ó 924 se celebró al pie de los muros de Constantinopla una famosa entrevista entre Simeón y Romano Lecapeno. El emperador debía acudir por mar al punto de la entrevista en su nave imperial, y Simeón por tierra. Romano llegó el primero. Los dos monarcas cambiaron cumplidos mutuos y mantuvieron una discusión. Nos han llegado las palabras del bizantino (en la crónica de Teófanes Continuatus). Se acordó una especie de tregua. Las condiciones, relativamente, no eran muy rigurosas. Romano debía ofrecer a Simeón un presente cada año.

Simeón creyó oportuno retirarse, renunciando a Constantinopla, por prever un grave peligro que le amenazaba. El reino servio, recientemente formado, había emprendido tratos con los bizantinos. Además, las negociaciones de Simeón con los árabes no dieron el resultado que se buscaba. Más tarde Simeón empezó a organizar otra expedición contra Constantinopla, pero murió durante los preparativos.

Bajo Simeón el reino búlgaro comprendía una extensión enorme. Llegaba de las orillas del mar Negro a las del Adriático y del Danubio inferior a la Macedonia y Tracia centrales, hasta Tesalónica. Al nombre de Simeón está unida la idea de la primera tentativa de reemplazar el dominio griego en la península de los Balcanes por la supremacía eslava.

Sucedió a Simeón el débil Pedro, quien por su matrimonio emparentó con el emperador bizantino. Se convino un tratado de paz. Bizancio reconocía el título real de Pedro y el patriarcado búlgaro establecido por Simeón. La paz había de durar cuarenta años. Después de tan brillantes victorias búlgaras, las condiciones de paz eran muy moderadas y bastante satisfactorias para Bizancio. “Apenas disfrazaban la decadencia de la pujanza búlgara” (Runciman). Tratábase de un verdad ero éxito debido a la política enérgica y prudente de Romano Lecapeno.

La “Gran Bulgaria” de la época de Simeón fue desgarrada por disturbio s interiores durante el reinado de Pedro.

A la vez que disminuía la potencia política de Bulgaria, los magiares, unidos a los pechenegos, invadían Tracia el 934, avanzando hasta Constantinopla. En 943 reaparecieron en Tracia. Romano Lecapeno hizo con ellos una paz de cinco años. La paz se renovó a la caída de Romano, durando todo el reinado de Constantino Porfirogénito. Después, en la segunda cincuentena del siglo X, los magiares invadieron la península balcánica varias veces.

La decadencia política de Bulgaria fue muy provechosa para Bizancio. Nicéforo Focas y Juan Tzimiscés lucharon sin interrupción contra los búlgaros, ayudados por el príncipe ruso Sviatoslav, a quien llamó en su ayuda Nicéforo Focas. Pero cuando los éxitos de las armas en Bulgaria pusieron a Sviatoslav en las fronteras imperiales, el emperador concibió una inquietud viva y legítima, ya que las tropas rusas se internaron tanto en territorio bizantino que, según antiguo cronista ruso, Sviatoslav “casi alcanzó las murallas de Zarigrad” (Constantinopla). Juan Tzimiscés se dirigió con su ejército contra los rusos, so pretexto de proteger a Bulgaria contra sus nuevos conquistadores. Venció a Sviatoslav, ocupó toda la Bulgaria oriental y se apoderó de la familia real búlgara en pleno. Bajo el reinado de Juan se consumó en definitiva la anexión de la Bulgaria oriental.

Al morir el emperador, los búlgaros, ayudados por las complicaciones interiores sobrevenidas en el Imperio bajo Basilio II, se sublevaron contra la dominación bizantina. Su jefe principal fue Samuel, enérgico soberano de la Bulgaria occidental e independiente, y que, según par ece, fundó una nueva dinastía, siendo “uno de los más eminentes monarcas del primer Imperio búlgaro”.

Durante bastante tiempo, la lucha de Basilio II contra Samuel redundó en ventaja del último, sin duda porque las fuerzas del Imperio estaban empeñadas en las guerras orientales. Samuel ocupó muchos nuevos distritos y se proclamó rey de Bulgaria. A principios del siglo XI la fortuna comenzó a sonreír a Basilio, quien sostuvo la lucha con tan atroz dureza que recibió el sobrenombre de Bulgaróctonos, esto es, “Matador de búlgaros”. Cuando Samuel se halló ante catorce mil búlgaros a quienes Basilio II había mandado cegar, devolviéndolos en tal estado a su patria, recibió tal impresión que le costó la vida. Muerto Samuel, Bulgaria era harto débil para resistir a los griegos, y no tardó en ser conquistada por ellos. En 1018 dejó de existir el primer reino búlgaro, quedando transformado en provincia bizantina bajo un gobernador imperial. No obstante, conservó hasta cierto punto su autonomía interior.

La sublevación surgida en Bulgaria contra el Imperio a mediados del siglo XI, bajo la dirección de Pedro Delian, fue reprimida con rigor, y motivó la supresión de la autonomía búlgara.

Bajo el dominio bizantino la cultura helenística penetró hondamente entre los búlgaros. Pero la nacionalidad búlgara subsistió, preparando así el nacimiento del segundo reino búlgaro en el siglo XII.

 

El Imperio bizantino y Rusia en la época de la dinastía macedónica.

Bajo la dinastía macedónica hubo relaciones muy movidas entre Rusia y Bizancio. Según la crónica rusa, el año 907, reinando León VI, el príncipe ruso Oleg acampó ante los muros de Constantinopla con una numerosa escuadra. Después de saquear los arrabales de la capital y dar muerte a muchos de sus habitantes, Oleg obligó al emperador a entrar en negociaciones y concluir un tratado con él. Aunque todas las fuentes bizantinas conocidas, tanto orientales como occidentales, no mencionan esa expedición ni el nombre de Oleg, el relato—no desprovisto de detalles legendarios—del cronista ruso, descansa en fundamentos históricos ciertos. Es muy probable que el acuerdo de 907 se confirmase en 911 con un tratado formal que, según el cronista, concedía a los rusos importantes privilegios mercantiles.

La famosa historia de León el Diácono, fuente inestimable para la segunda mitad del siglo X, contiene un pasaje muy interesante, que no suele apreciarse como merece y que debe, empero, ser considerado el único texto griego donde se halla una alusión a los tratados convenidos con Oleg. Es la amenaza, dirigida a Sviatoslav, que León el Diácono pone en boca de Juan Tzimiscés: “Espero que no hayáis olvidado la derrota sufrida por vuestro padre, Igor, quien, con desprecio de los pactos jurados, llegó por mar ante la ciudad imperial seguido de un gran ejército y de numerosos bajeles”. Esos “pactos jurados” concluidos por los rusos con Bizancio antes del reinado de Igor, deben ser los de Oleg, mencionados por el cronista ruso.

No carece de interés enlazar la alusión de las fuentes bizantinas concerniente a la presencia de tropas auxiliares rusas en el ejército bizantino desde principios del siglo X, con la cláusula correspondiente del tratado de 911 (tal como la da la crónica rusa), que permitía a los rusos servir, si lo deseaban, en el ejército del emperador bizantino.

No es superfluo indicar que, en 1912, un sabio judío de América, Schechter, tradujo al inglés y publicó los fragmentos existentes de un muy interesante texto medieval judío respecto a las relaciones kázaro-ruso-bizantinas en el siglo X. La importancia de ese documento para nuestro caso radica en que menciona el nombre de “Helgu” (Oleg), rey de Rusia, y contiene, entre otros testimonios nuevos s obre ese personaje, el relato de su infructuosa expedición a Constantinopla. Las dificultades cronológicas y topográficas que presenta ese texto sólo ahora empiezan a ser estudiadas y por tanto es muy pronto para pronunciar juicio cierto sobre tal documento, de indiscutible interés. En todo caso, la publicación de ese texto ha tenido como resultado poner otra vez en debate la cronología de Oleg transmitida por las antiguas crónicas rusas.

Reinando Romano Lecapeno, la capital fue atacada dos veces por el príncipe ruso Igor. El nombre de éste no se ha conservado sólo en las crónicas rusas, sino que se halla también en las fuentes griegas y latinas. Su primera campaña data del 941. La realizó con numerosas naves que bogaron hacia la costa bitinia del mar Negro y hacia el Bósforo. Ya allí, los rusos devastaron el litoral, avanzando hasta Crisópolis (hoy Escutari, frente a Constantinopla). La expedición terminó con el completo fracaso de Igor. Muchos barcos rusos fueron destruidos por el fuego griego. Los restos de la flota de Igor retornaron hacia el norte. Los rusos prisioneros de los griegos recibieron la muerte.

La segunda expedición de Igor (944) se ejecutó con fuerzas mucho más considerables. El cronista ruso dice que Igor levantó un gran ejército de varengos, rusos, polianos, eslavos, kriviches, tivertsianos y pechenegos”. El emperador de Bizancio, asustado ante tales preparativos, envió la flor de su nobleza a ofrecer a Igor y a los pechenegos ricos regalos. Los nobles bizantinos prometieron a Igor pagarle un tributo semejante al percibido por Oleg. Pero Igor, a pesar de todo, avanzó hacia Constantinopla. No obstante, al llegar ante el Danubio consultó a sus compañeros (sudruzhina) y resolvió aceptar las propuestas del emperador y volverse a Kiev. Al año siguiente griegos y rusos negociaron un tratado, mucho menos ventajoso para los últimos que el de Oleg. Aquel tratado de paz debía durar “mientras el Sol brillara y el mundo existiera, en los siglos presentes y en los venideros”. De hecho, la paz duró veinticinco años y tuvo la mayor importancia para Bizancio, entonces ocupado en sostener contra los árabes de Oriente una guerra de vasto alcance.

Las relaciones de amistad establecidas por aquel tratado tomaron forma más concreta bajo Constantino VII Porfirogénito. En 957, la gran princesa rusa Olga (Elga) fue a Constantinopla, donde la recibió con gran pompa el emperador, acompañado de la emperatriz y el heredero del trono. La recepción hecha a Olga se describe con mucho detalle en un documento oficial contemporáneo (De Cerimoniis aulae byzantinae, II).

Ya hablamos, a propósito de las guerras búlgaras, de las relaciones de Nicéforo Focas y Juan Tzimiscés con el príncipe ruso Sviatoslav. Aun más importantes fueron las relaciones de Basilio II Bulgaróctonos con el príncipe ruso Vladimiro, cuyo nombre está tan ligado a la conversión de Rusia al cristianismo.

En la novena década del siglo X la situación del emperador y su dinastía se presentaba como crítica. Bardas Focas, que dirigía una insurrección contra Basili o, había ocupado casi toda el Asia Menor y se acercaba a la capital, a la vez que las provincias norteñas del Imperio estaban amenazadas de una invasión búlgara. En tan difíciles circunstancias, Basilio apeló al príncipe Vladimiro y logró acordar una alianza con él. Vladimiro enviaría un refuerzo de seis mil hombres, a cambio de lo cual obtendría la mano de la hermana del emperador, Ana, ofreciendo convertirse al cristianismo, con su pueblo. Con ayuda del regimiento auxiliar ruso, llamado generalmente la “compañía (druzhina) variego-rusa”.

Basilio sofocó la insurrección de Bardas Focas, el cual fue muerto. Pero Basilio vacilaba en ejecutar su promesa relativa al casamiento de su hermana. Entonces el príncipe ruso asedió y tomó la importante plaza bizantina de Querson (o Korsún), en Crimea, y obligó a Basilio a ceder. Vladimiro fue bautizado y se casó con la princesa Ana. No se sabe con certidumbre sí la conversión de Rusia al cristianismo debe ser situada en 988 ó en 989. Unos historiadores adoptan la primera fecha y otros la segunda. Se establecieron relaciones de amistad y paz entre Rusia y el Imperio bizantino, y tales relaciones duraron mucho. Los dos países hacían un importante comercio mutuo.

Según una fuente, en 1043, se produjo un incidente ruso-bizantino. Los “mercaderes escitas” (es decir, rusos) de Constantinopla tuvieron con los griegos una contienda, en cuyo curso murió un noble ruso (Psellos, Chronographia). Según todas las probabilidades, aquel incidente, explotado por Rusia, motivó una nueva expedición contra el Imperio bizantino. El gran duque Yaroslav el Sabio, envió a su hijo mayor Vladimiro con un gran ejército, embarcado en numerosas naves, hacia las costas bizantinas. Pero, gracias al fuego griego, la flota rusa fue destruida casi completamente y los restos del ejército de Vladimiro tuvieron que emprender la retirada. Esta expedición fue la última iniciada por Rusia contra Constantinopla en la Edad Media. Los cambios etnográficos que se produjeron en las estepas de lo que es hoy Rusia meridional, a mediados del siglo XI, a causa de la aparición de la tribu turca de los polovtzianos, suprimieron toda posibilidad de relaciones directas entre Rusia y el Imperio bizantino.

 

El problema pechenego en la época de la dinastía macedónica.

Los pechenegos (patzinakitai en las fuentes griegas, pecheiniegs, en las crónicas rusas) ejercieron en el siglo XI una influencia considerable y prolongada en los destinos del Imperio. Poco antes de la primera Cruzada, los pechenegos, por primera y única vez en su breve existencia histórica, estuvieron a punto de desempeñar en la historia universal un papel muy importante, del que hablaremos a su tiempo.

El Imperio bizantino conocía de mucho atrás a los pechenegos. Éstos se habían establecido, en un momento dado del siglo IX, en el territorio de la Valaquia contemporánea, al norte del Danubio inferior, y en las llanuras de la Rusia meridional, ocupando las tierras comprendidas entre el Bajo Danubio y el Dniéper. En ocasiones, incluso rebasaron este último límite. Al oes te, por el lado de Bulgaria, las fronteras de su territorio eran muy definidas, pero al este no podían existir límites estables, porque los pechenegos se veían sin cesar empujados hacia el oeste por otras tribus bárbaras, sobre todo los cumanos y los uzos o polovtzianos. Para comprender con más claridad los sucesos históricos posteriores, ha de tenerse presente que pechenegos, uzos y cumanos, tribus de origen turco, estaban, por ello, emparentados con los turcos selyúcidasque empezaron a amenazar las posesiones bizantinas en Asia Menor en el siglo XI. El diccionario o léxico cumano ha llegado a nosotros y prueba convincentemente que la lengua cumana está muy vinculada a las demás lenguas turcas, no ofreciendo con ellas sino diferencias dialectales. Aquellos lazos de parentesco racial entre pechenegos y turcos selyúcidas debían tener en adelante un papel de importancia.

Los emperadores bizantinos consideraban a los pechenegos como sus más importantes vecinos al norte, y eran, en efecto, tales tribus, factor esencial del mantenimiento del equilibrio de naciones (equilibrio compartido con los rusos, los magiares, los búlgaros y el Imperio bizantino) en la Europa oriental. Constantino Porfirogénito dedica varias páginas a los pechenegos en su libro Sobre la administración del Imperio , escrito en el siglo X y dedicado a su hijo y presunto sucesor, Romano. El regio escritor aconseja a su hijo que mantenga ante todo la paz con los pechenegos para bien del Imperio, ya que mientras haya buena inteligencia entre el Imperio y los pechenegos, dice el autor, ni rusos ni magiares ni búlgaros podrán atacar el territorio bizantino. Se desprende también de diversos pasajes del libro que los pechenegos servían de intermediarios a las relaciones comerciales de los distritos bizantinos de Crimea (tema de Querson), con Rusia, Kazaria y otros países vecinos. Los pechenegos desempeñaban, pues, en el siglo X, un papel muy importante, a la par político y económico, en las preocupaciones del Imperio bizantino.

En la segunda mitad del siglo X y comienzos del XI, cambiaron las circunstancias. La Bulgaria oriental fue, como vimos, conquistada bajo Juan Tzimiscés, y Basilio II prosiguió la conquista hasta colocar toda Bulgaria bajo el dominio bizantino. Los pechenegos, antes separados del Imperio por los búlgaros, pasaron a ser vecinos inmediatos de aquél. Aquellos nuevos vecinos eran tan fuertes, tan numerosos, siempre listos para atacar, que el Imperio no pudo oponer resistencia suficiente a su ofensiva, provocada a su vez por el empuje de los pólovtses. Véase en qué términos habla Teofilacto de Bulgaria, el escritor eclesiástico del siglo XI, acerca de las invasiones de los pechenegos, a quienes llama escitas: “Su invasión es como un relámpago; su retirada es a la vez pesada y ligera: pesad a de botín, ligera por la rapidez de su huida... Lo más terrible es que son más numerosos que las abejas a principios de primavera y nadie sabe cuántos millares o decenas de millares son, puesto que su número es incalculable”.

Sin embargo, hasta mediados del siglo XI los pechenegos no fueron peligrosos para el Imperio. Sólo lo empezaron a serlo cuando, a mediados del mismo siglo, franquearon el Danubio.

V. G. Vasilievski, primer historiador que ha esclarecido el papel histórico de los pechenegos, escribió en 1872, respecto a la penetración de aquellos pueblos en territorios bizantinos: “Ese suceso, que ha escapado a la atención de todos los historiadores modernos, tuvo una importancia considerable para la historia de la Humanidad. Por sus consecuencias fue casi tan importante como el cruce del Danubio por los godos, que abrió la era llamada de las invasiones bárbaras”.

Constantino Monómaco (1042-1055) designó tierras en Bulgaria para que se estableciesen los pechenegos y les dio tres fortalezas a orillas del Danubio. Los pechenegos debían defender las fronteras del Imperio contra las invasiones de las tribus emparentadas con ellos que habían quedado a la otra orilla del río y también contra las invasiones de los príncipes rusos.

Pero los pechenegos del norte del Danubio avanzaban irresistiblemente hacia el sur. En el primer período de su emigración los pechenegos pasaron el Danubio en vastas masas (algunas fuentes hablan de ochocientos mil hombres) y llegaron hasta Adrianópolis. Algunos de sus destacamentos al anzaron Constantinopla. Pero las tropas de Constantino Monómaco podían resistir muy bien a los pechenegos y les infligieron terribles derrotas. Sin embargo, a finales del reinado de Constantino la situación empeoró. La última expedición del emperador contra los pechenegos concluyó con el exterminio completo del ejército bizantino. He aquí lo que acerca de ello se lee en la obra de Vasilievski: “En una tremenda noche de matanza, los aplastados regimientos bizantinos fueron exterminados por los bárbaros casi sin resistencia. Sólo muy pocos de ellos pudieron huir y llegar a Adrianópolis. Todo el provecho de las victorias anteriores se perdió”.

Tras esta terrible derrota el Imperio no podía continuar la lucha contra los pechenegos. El emperador hubo de comprar la paz a alto precio. A cambio de los generosos presentes ofrecidos por el emperador, los pechenegos prometieron vivir pacíficamente en las provincias que ocupaban al norte de los Balcanes. El emperador confirió, además, títulos honoríficos bizantinos a los príncipes pechenegos.

Así, en los últimos años de la dinastía macedónica, y sobre todo en el reinado de Constantino Monómaco, los pechenegos fueron los más temibles enemigos septentrionales del Imperio.

 

Relaciones de Bizancio con Europa occidental.

Hemos de recordar ante todo los éxitos de los árabes en Sicilia e Italia meridional en aquella época.

Por otra parte, a mediados del siglo IX, la República de San Marcos (Venecia) se libró por completo del dominio bizantino, convirtiéndose en Estado independiente. El Imperio y el nuevo Estado negociaron juntos, pero como naciones independientes entre sí, los asuntos diplomáticos ulteriores. En el siglo IX sus respectivos intereses coincidían en muchos puntos, sobre todo respecto al avance de los árabes por la Italia del sur y de los eslavos en el litoral adriático.

En el reinado de Basilio I se cruzó una interesante correspondencia entre el emperador y Ludovico II. De esas cartas, que nos han llegado, resulta que se entabló por entonces viva controversia entre los dos soberanos a propósito de haber asumido ilegalmente Ludovico II el título imperial. De este modo la coronación del año 800 proyectaba sus consecuencias hasta la segunda mitad del siglo IX. Ciertos historiadores han afirmado que la carta de Ludovico a Basilio es apócrifa, pero otros, más recientes, no lo aceptan así. En todo caso, los esfuerzos de Basilio para aliarse con Ludovico no tuvieron éxito.

La ocupación de Bari y Tarento por los bizantinos, y los éxitos de Nicéforo Focas sobre los árabes en el mediodía de Italia, acrecieron la influencia de Bizancio en Italia a finales del reinado de Basilio. Los Estados italianos de segundo orden, como los ducados de Nápoles, Benevento y Spoleto, el principado de Salerno y otros, cambiaron de actitud respecto al Imperio en vista del sesgo que tomaba la campaña bizantina contra los árabes. Olvidando el reciente cisma de la Iglesia oriental, el Papa Juan VIII abrió activas negociaciones con Basilio. El Pontífice comprendía bien el peligro que los árabes hacían sobre Roma. En sus esfuerzos para llegar a una alianza política con el Imperio de Oriente, el Papa se mostró dispuesto a muchas concesiones. Algunos historiadores tratan incluso de explicar por esto la ausencia de emperador en Occidente durante tres años y medio después de la muerte de Carlos el Calvo (877). Según ellos, el Papa difirió la coronación de un emperador occidental para no herir al bizantino, cuya ayuda era tan necesaria a Roma.

Bajo León VI, las posesiones bizantinas en Italia se dividieron en do s themas: Calabria y Longobardia. El tema calabrés abarcaba los restos del vasto tema de Sicilia, falto de la isla siciliana, conquistada del todo por los árabes a raíz de la caída de Siracusa y Taormina. Por otra parte, León VI, a continuación, según pare ce, de los éxitos logrados por las armas bizantinas en Italia, separó en definitiva la Longobardia del tema de Cefalonia o Islas Jónicas, constituyendo con aquélla un thema independiente, mandado por un estratego propio. Luego, en el curso de guerras incesantes en que no siempre fueron victoriosos los bizantinos, los límites de Calabria y Longobardia cambiaron sin cesar.

Coincidiendo con el aumento de la influencia bizantina en la Italia del sur se advierte, en el siglo X, un constante crecimiento del número de monasterios e iglesias griegos. Algunos de los entonces creados se convirtieron en importantes centros espirituales.

En el mismo siglo, el Imperio bizantino e Italia fueron testigos de la aparición de un nuevo soberano poderoso: el monarca germánico Otón I, que recibió la corona imperial en Roma, de manos del Papa Juan XII, en 962. Otón es conocido en la historia como “fundador del Sacro Imperio Romano-Germánico”. Una vez asumido el titulo imperial, Otón se esforzó en adueñarse de toda Italia. De este modo atacaba directamente los intereses bizantinos, en especial en Longobardia. Se entablaron negociaciones entre Otón y el emperador bizantino Nicéforo Focas, quien probablemente anhelaba una alianza ofensiva bizantino-germana contra los musulmanes. Las negociaciones progresaban muy lentamente y Otón las rompió de pronto invadiendo las provincias bizantinas de la Italia meridional. Pero su tentativa fracasó.

Empezaron nuevos tratos. Otón envió a Constantinopla a su legado Liudprando, obispo de Cremona y antiguo embajador en la corte bizantina en tiempos de Constantino Porfírogénito. Aquel legado no fue acogido muy cordialmente a orillas del Bósforo, y hubo de recibir graves humillaciones y muchas injurias. Más tarde escribió un relato, bastante malévolo, de su segunda residencia en Constantinopla, relato que difiere mucho de la elogiosa descripción que antes diera de su visita a la capital oriental. Se conoce su segunda descripción con el título de Relación de la embajada de Constantinopla (“Relatio de legatione constantinopolitana”). De esa obra se desprende que Bizancio, resucitando la antigua disputa, comenzaba otra vez a discutir el título de basileo al soberano occidental. Liudprando acusa a los bizantinos de débiles e inactivos y justifica las pretensiones de su soberano. En un capítulo, escribe: “¿De quién es esclava Roma, esa Roma de la que reclamáis la liberación con tanto estrépito? ¿A quién paga impuestos la ciudad? ¿No ha sido esa antigua ciudad esclava de cortesanas? Y entonces, en una época en que todos los hombres dormían, y eran incluso impotentes, mi soberano, el muy augusto emperador, libró a Roma de esa vergonzosa servidumbre”. Cuando Liudprando comprendió que los griegos diferían de propósito las negociaciones, a fin de ganar tiempo y preparar una expedición a Italia, decidió, en vista de que aquéllos le impedían comunicar con su emperador, abandonar Constantinopla a toda costa, lo que no logró sino con muchas dificultades y tras de largo tiempo.

Se rompieron las relaciones entre ambos emperadores y Otón invadió Apulia. Pero el nuevo emperador Juan Tzimisces siguió una política opuesta a la de su predecesor. No contento con hacer la paz con el soberano germánico, reforzó los lazos que le unían a él mediante el casamiento entre el hijo y heredero de Otón, Otón II, y la princesa bizantina Teófano. Así se llegó al fin a la alianza entre ambos Imperios. Las invasiones musulmanas en Italia del sur, contra las cuales Basilio II, sucesor de Juan Tzmiscés, no pudo hacer nada a causa de los disturbios intestinos que cundían en el Imperio, obligaron al joven emperador Otón II (973 -983) a organizar una campaña contra los árabes. Vencido en una batalla, murió a poco. Desde entonces la intervención germana en los themas bizantinos de Italia cesó por largo tiempo.

A fines del siglo X se produjo una reforma administrativa en la Italia bizantina. El antiguo estratega de Longobardia fue substituido por el catápano de Italia, con residencia en Bari, y el cual, merced a que los diversos Estados de Italia se hallaba n empeñados en luchas recíprocas, pudo atender sin embarazo al difícil problema de la defensa del mediodía de Italia contra los sarracenos.

Otón III (983-1002), hijo de la princesa Teófano y contemporáneo de Basilio II, fue educado en un profundo respeto hacia Bizancio y la civilización clásica. Tuvo por maestro el famoso erudito Gerberto, que más tarde llegó a ser el Papa Silvestre. Otón III no ocultaba su desdén hacia la rudeza germánica y soñaba en restaurar el antiguo Imperio, con capital en Roma. Según James Bryce, “nadie deseó tanto como él hacer de la ciudad de las siete colinas la dueña del mundo y reducir Germania, Lombardía y Grecia a su situación natural de provincias sometidas. Nadie olvidó tanto el presente para vivir en el pasado; ningún alma poseyó tal punto el misticismo ferviente y el respeto por las glorias del pasado sobre el cual reposaba la idea del Imperio medieval”. Y aunque el prestigio de la antigua Roma viviese con fuerza en la mente de Otón, no por eso le atraía menos la Roma oriental, aquella corte de fabulosa magnificencia donde su madre había nacido y pasado sus años de niñez. Sólo siguiendo los pasos de los emperadores bizantinos esperaba Otón devolver a Roma el trono imperial. Se daba el nombre de imperator romanus y llamaba a la futura monarquía universal orbis romanus.

Aquel joven entusiasta, cuyos utópicos planes predecían complicaciones para Bizancio y dificultades para los emperadores bizantinos, murió de repente el 1002, a los veintidós años.

En tanto, las provincias bizantinas del sur de Italia, protegidas a principios del siglo XI contra los árabes por la flota veneciana, iban a quedar expuestas a un nuevo y temible peligro: el normando, que llegó a amenazar la misma existencia del Imperio de Oriente.

El primer grupo importante de normandos llegó a Italia a comienzos del siglo XI, llamado por Meles, que se había sublevado contra el dominio bizantino. Pero las fuerzas unidas de Meles y los normandos fueron derrotadas cerca de Cannas, lugar famoso ya por la importante victoria de Aníbal en la segunda guerra púnica. Parte del éxito de esta batalla debiólo Basilio II a los soldados rusos que combatían en las filas de Bizancio. La victoria de Cannas afirmó tanto la situación bizantina en Italia meridional, que en la cuarta década del siglo XI pudo el emperador Miguel el Paflagón preparar una expedición destinada a arrebatar Sicilia a los árabes. Mandaba la expedición Jorge Maniaces e iban en su ejército el famoso héroe escandinavo Harald Hardrada y la druzhina (compañía variego-rusa). Los bizantinos lograron grandes éxitos. Se ocuparon Mesina y otras ciudades. Pero Sicilia no fue reconquistada. La razón principal del fracaso se debió al relevo de Jorge Maniaces, en quien se sospechaban proyectos ambiciosos.

En el conflicto entre Bizancio y Roma desembocado con la separación de las dos Iglesias en 1054, los normandos se pusieron al lado de Roma y empezaron a progresar, lenta, pero seguramente, en la Italia bizantina. A fines de ese período (hacía la mitad del siglo XI) surgió entre los normandos un jefe valeroso y enérgico, Roberto Guiscardo, cuya actividad se desplegó con más amplitud en el período subsiguiente a la dinastía macedónica.

 

Cuestiones religiosas en la época de dinastía macedónica

El hecho capital de la historia de la Iglesia bizantina bajo la dinastía macedónica fue la división definitiva de la Iglesia cristiana en dos grupos de fieles: los católicos en Occidente, los ortodoxos en Oriente. Esta escisión se produjo a mediados del siglo XI, tras largas y tenaces querellas que duraron casi dos siglos.

El primer acto de Basilio I en el aspecto religioso fue deponer al patriarca Focio y restablecer a Ignacio, destituido bajo Miguel III. Con esta medida, Basilio esperaba afirmarse en un trono que no le pertenecía legítimamente, y pensaba, alcanzar un doble fin: primero mantener buenas relaciones con el Papa y luego ganarse el apoyo del pueblo bizantino, gran parte del cual era, y Basilio lo sabía, "ignaciano”. En las cartas que dirigieron al Papa, Basilio e Ignacio reconocían la autoridad pontificia y su derecho de inspección sobre los asuntos de la Iglesia oriental. El emperador, por ejemplo, escribía: “Padre espiritual y divinamente reverendo Pontífice: Apresúrate a mejorar nuestra Iglesia y danos abundancia de bienes, a saber: unidad pura y una unión exenta de todo conflicto y cisma, una Iglesia una en Dios y un rebaño obediente a un solo pastor”. Ignacio envió al Papa una carta llena de humildad, donde pedía al patriarca de Roma que enviase vicarios a Constantinopla. “Con ellos, (los vicarios) organizaremos excelentemente y como conviene nuestra Iglesia, que hemos recibido de la providencia de Dios por intercesión del sublime Pedro y a vuestras instancias e intercesión”. Estas cartas muestran que en aquel momento el Papado, en lo exterior, triunfaba en Oriente. Pero el Papa Nicolás no asistió a esta victoria. Las cartas que se le dirigían desde Bizancio no llegaron sino después de su muerte, siendo recogidas por su sucesor, Adriano II.

En los concilios romanos, y después en Constantinopla, en 869, con asistencia de legados del Papa, Focio fue depuesto y anatematizado, con sus partidarios. El concilio reunido en Constantinopla el 869, fue reconocido ecuménico por la Iglesia de Occidente, que lo considera aun como tal.

De manera que en los asuntos religiosos interiores el Imperio cedió en todo ante el Papa. Radicalmente diferente fue la actitud del emperador en el problema religioso búlgaro. Se recordará que a finales del reinado de Miguel III el clero latino había triunfado en Bulgaria. Pero Basilio I, arrostrando el descontento del Papa y la oposición de los legados pontificios, logró eliminar definitivamente de Bulgaria al clero latino y el rey búlgaro Boris llegó otra vez a una reunión con la Iglesia oriental. Este suceso había de influir mucho en el destino del pueblo búlgaro. Focio, preso y sometido a duras privaciones, continuó, a pesar de su deposición y excomunión, gozando del respeto y aprecio de sus partidarios, que le fueron fieles durante toda la duración del patriarcado de Ignacio. El propio Basilio reconoció haber obrado mal con Focio y decidió rectificar. Comenzó por llamar a Focio a la corte, confiándole la educación de sus hijos. Luego, al morir Ignacio a edad muy avanzada, el emperador ofreció a Focio la sede patriarcal. La restauración de Focio señala el principio de una nueva política ante el Papa.

En 879 reunióse nuevo concilio en Constantinopla. Esta asamblea sobrepuso su magnificencia a algunos de los concilios ecuménicos. Según el historiador J. Hergenrother “fue, en conjunto, un suceso verdaderamente majestuoso, tal como no sé había visto desde el concilio de Calcedonia”. Los legados del Papa Juan VIII asistieron al concilio. Éste no se limitó a absolver a Focio, levantándole la excomunión, sino que aquellos legados hubieron de escuchar sin protesta la lectura del símbolo de Nicea, omitiendo el Filioque, tan extendido en Occidente. En la última sesión del concilio, los legados proclamaron: “Si alguien rehúsa reconocer a Focio como santo patriarca y rehúsa comulgar con él, sea con Judas y no se le cuente entre los cristianos”. El mencionado Hergenrother escribe que “el concilio se abrió con el elogio de Focio, y sus sesiones terminaron igualmente con la glorificación del patriarca”.

El concilio declaró que el Papa era un patriarca como todos los demás, que no poseía autoridad alguna sobre la Iglesia universal y que, por tanto, no era necesario que el patriarca de Constantinopla fuese confirmado por el Pontífice romano.

Muy irritado por tales decisiones, el Papa envió un legado a Constantinopla, a fin de insistir en que se anulasen todas las medidas conciliares desagradables para el Papa. También exigía concesiones concretas respecto a la Iglesia búlgara. Basilio y Focio no cedieron en nada. Incluso llegaron a poner preso al legado pontificio. Cuando lo supo el Papa Juan VIII pronunció nueva vez anatema contra Focio, ante una considerable multitud de fieles.

Así se produjo una primera separación de las Iglesias. El Imperio y Roma no suspendieron del todo sus relaciones, pero éstas eran eventuales y vagas.

Focio no conservó el patriarcado hasta el fin de sus días, porque su discípulo León VI, hijo de Basilio I, le depuso en 886. Focio murió cinco años más tarde. En el curso de su larga existencia había tenido una inte rvención capital en la vida intelectual y religiosa de Bizancio.

El reinado de Basilio I señalóse, además, por cierto número de tentativas para propagar el cristianismo entre las naciones paganas o heterodoxas. Parece que por entonces el Imperio se esforzó en convertir a los rusos al cristianismo, pero tales sucesos permanecen muy oscuros aun. Según un historiador de la época, Basilio persuadió a los rusos de que “participaran en el salutífero bautismo” (Teófanes Continuatus) y aceptaran el arzobispo nombra do por Ignacio. Pero es difícil precisar a qué rusos se refiere el autor. Bajo Basilio I se convirtieron la mayoría de las tribus eslavas establecidas en el Peloponeso. Los eslavos paganos quedaron en las montañas del Taigeto. Sábese también que Basilio I obligó a los judíos del Imperio a profesar el cristianismo.

La deposición de Focio por León VI debe explicarse en virtud de las razones siguientes: por una parte el emperador temía la creciente influencia del patriarca y su partido, y por otra deseaba elevar al patriarcado a su hermano Esteban. Con esta última medida contaba adquirir ilim itada autoridad en todos los asuntos eclesiásticos del Imperio, ya que la fuerte personalidad de Focio debía oponerse a la tendencia absolutista del emperador en materia religiosa.

Bajo los sucesores de León se nota fuerte inclinación a reconciliarse con Roma mediante concesiones mutuas.

Pero a comienzos del siglo X la cuestión religiosa produjo nuevas dificultades entre Bizancio y Roma, bajo el patriarcado de Nicolás el Místico, pariente y discípulo de Focio y el más notable de sus sucesores. Según Hergenrother, “los rasgos más nobles de Focio se hallan de nuevo en su discípulo Nicolás el Místico, quien se esforzó más que nadie en parecerse al tipo ideal de patriarca que, a sus ojos, simbolizaba Focio”. Nicolás el Místico ha dejado cartas muy interesantes, inestimables desde el punto de vista histórico y eclesiástico.

Entre León y Nicolás surgió una disputa muy violenta a propósito del cuarto casamiento del emperador. El patriarca se oponía a su celebración alegando que contrariaba todas las leyes de la Iglesia. El emperador, prescindiendo de Nicolás, obligó a otro sacerdote a que le casara con Zoé, que así se convirtió en. su cuarta mujer (las otras tres habían muerto a poco de casadas). Después de la ceremonia, ejecutada en ausencia del patriarca, León mismo puso la corona imp erial sobre la cabeza de Zoé, lo que permitió decir más tarde a Nicolás el Místico, que el emper ador había servido a Zoé “a la vez de desposado y de ob ispo”. Parece que los patriarcas orient ales, interrogados sobre el asunto, habían permitido a León un cuarto matrimonio.

Aquel matrimonio produjo viva agitación en el Imperio. Nicolás fue depuesto y desterrado. En el concilio de Constantinopla se acordó ot orgar dispensa al emperador y no anular su casamiento. Tras largas deliberaciones se concedió la sede patriarcal a Eutimio.

El concilio no restableció la unión en el interior del Imperio. Se formaron dos partidos en el clero bizantino. El primero, defensor de Nicolás, se oponía a la confirmación del cuarto cas amiento del emperador y recusaba al nuevo patriarca, Eutimio. El segundo partido —la minoría—, aprobaba la decisión del concilio sobre el casamiento de León y reconocía a Eutimio como jefe de la Iglesia. La discordia cundió por todo el Imperio y una encarnizada lucha separó a nicolaítas y eutimitas. Algunos eruditos pretenden ver en esta lucha una continuación de la antigua querella entre focianos e ignacianos, aplacada durante algún tiempo. Al fin el emperador comprendió que sólo la energía y experiencia de Nicolás podrían terminar con aquel estado de cosas y algo antes de su muerte (912) llamó a Nicolás, depuso a Eutimio y restableció al primero en el trono patriarcal.

En interés de la paz religiosa del Imperio, Nicolás se esforzó en reanudar las relaciones con Roma, que había aprobado el cuarto matrimonio de León. Bajo la regencia de Zoé, que reinó durante la minoridad de su hijo Constantino VII Porfirogénito, Nicolás el Místico careció de influencia, pero cuando, en 919, el gobierno pasó a manos del suegro de Constantino, Romano I Lecapeno, siendo Zoé obligada a tomar el hábito monástico, Nicolás recuperó todo su influjo. El hecho principal de los años postreros de su patriarcado fue la reunión de un concilio en Constantinopla. A él asistieron nicolaítas y eutimitas y allí se compuso el Tomo de Unión; aprobado en sesión plenaria. Aquel acto proclamaba el cuarto casamiento “indiscutiblemente ilegítimo y nulo, porque estaba prohibido por la Iglesia y era intolerable en tierra cristiana”164. No se hacía alusión directa al cuarto matrimonio de León.

Los dos partidos se declararon satisfechos de la decisión del concilio. Es muy probable, como supone Drinov, que la reconciliación de eutimitas y nicolaítas fuese

apresurada por “el error suscitado en Bizancio por el éxito de las armas búlgaras”. Después del concilio se cambiaron cartas con el Papa, quien consintió en enviar a la capital dos obispos a fin de condenar los conflictos que había provocado el cuarto casamiento de León. Así se restablecieron las relaciones directas entre Roma y Constantinopla. El historiador ruso Lebediev resume el desenlace de la lucha de este modo: “El patriarca Nicolás aparece en aquél nuevo choque de las Iglesias de R oma y de Constantinopla como el mayor vencedor. La Iglesia romana hubo de ceder ante Constantinopla y condenar sus propios actos”. Después de la muerte de Nicolás (925), Romano Lecapeno gozó de plena autoridad sobre la Iglesia y, con frase de Runciman “el cesaropapismo apareció una vez más como triunfante”.

La figura del emperador Nicéforo Focas es muy interesante desde el punto de vista religioso. Aquel general de tanto talento, cuyo nombre está vinculado a tantas páginas brillantes de la historia de Bizancio, mostró, sobre todo a raíz de su ascensión al trono, profundo interés por los ideales monásticos. Incluso usó cilicio. Además, estuvo en íntima relación con San Atanasio el Athonita, célebre fundador de un gran monasterio en el Athos. En la Vida de San Atanasio se lee la anécdota de que un día, en un transporte de celo religioso, Nicéforo confió a Atanasio su propósito de renunciar a todas las vanidades del mundo para consagrarse al servicio de Dios. El historiador bizantino León el Diácono declara que Nicéforo mostraba constancia incansable en sus plegarias a Dios y sus oraciones nocturnas. Sus himnos prueban en Nicéforo sentimientos muy elevados; no tenía inclinación alguna hacia las cosas vanas. Según el historiador Schlumberger, Nicéforo Focas fue “un hombre extraño , mitad soldado, mitad asceta”. Muchas gentes quedaron, pues, sorprendidas al ver a aquel emperador de tendencias ascéticas casar con la joven y bella Teófano, viuda del emperador Romano II y mujer de reputación bastante dudosa. La inscripción grabada sobr e el sarcófago de Nicéforo atestigua esta pasión. Allí se lee, entre otras cosas: “Tú, que lo venciste todo, salvo a una mujer”.

La medida religiosa más importante de Nicéforo fue su famosa Novela, dada a la luz el 964, “concerniente a los monasterios, los hospicios y las casas para ancianos”.

En la época de la dinastía macedónica, la propiedad territorial monástica había adquirido extraordinarias proporciones, extendiéndose a menudo en detrimento de las propiedades agrícolas libres. Como vamos a ver, se o pusieron a ello varios emperadores de esta dinastía. Ya antes del período iconoclasta (fines el siglo VII y comienzos del VIII), la Iglesia oriental poseía eno rmes bienes. Ciertos historiadores han comparado las riquezas de la Iglesia oriente a las pr opiedades análogas de la occidental en tiempos de los reyes francos, los cuales se quejaban de ver su tesoro vacío a causa del paso de sus tierras a manos del clero. Los emperadores iconoclastas del siglo VIII entablaron una lucha muy activa contra los monasterios. Algunos deestos fueron clausurados y confiscados sus bienes en provecho del Tesoro. En la misma época, un célebre mayordomo palatino del reino franco, Carlos Martel, secularizaba de modo análogo las propiedades de la Iglesia. Con el fracaso del iconoclasmo y el advenimiento de la dinastía macedónica, el número de monasterios y la extensión de sus propiedades territoriales volvieron a crecer muy rápidamente. Ya Romano Lecapeno, en una Novela, había expresado la intención de limitar en cierta medida los progresos de la propiedad agrícola monástica. Nicéforo dio un paso más decisivo en la misma dirección el año 964, fecha de la publicación, de su Novela.

Ésta declara que un “mal patente” —una avaricia excesiva — se había propagado en los monasterios y “otras instituciones sacras” y que la “adquisición de enormes propiedades de varios millares de acres, la posesión de numerosos árboles frutales” no podían considerarse un mandamiento de los Apóstoles o una tradición de los Padres. Así, el emperador deseaba “extirpar la ambición, ese azote detestado de Dios”, a cuyo fin prohibió fundar nuevos monasterios, hospitales y hospicios y toda donación en favor de obispos y metropolitanos.

Aquel duro decreto, que debió de suscitar un descontento profundo en la población, no podía permanecer mucho tiempo en vigor, incluso si se aplicaba incompletamente; Basilio II derogó la Novela de Nicéforo Focas “como ley hiriente e injuriosa, no sólo para las iglesias y los hospitales, sino también para Dios mismo”, y restauró las leyes monásticas de la época de Basilio I y León VI, es decir, las Basílicas y la Novela de Constantino Porfirogénito. Una de las razones de que Basilio II aboliese la Novela de Nicéforo Focas era su profunda convicción de que aquella ley había atraído sobre el Imperio la ira divina durante todo el final del siglo X, época en que las dificultades internas y exteriores pusieron a Bizancio a dos pasos de la ruina.

Nicéforo Focas dio un paso importante hacia el refuerzo de la organización del clero bizantino en las provincias meridionales italianas de Calabria y Apulia, donde las influencias pontificales y occidentales iban camino de imponerse, en especial desde la coronación de Otón I. Nicéforo hizo que su patriarca prohibiese el ritual latino en las provincias citadas, prescribiendo el uso del ritual griego. Esta medida fue una de las numerosas causas de que el Papado se indispusiese con el Imperio bizantino. En los últimos años del reinado de Nicéforo, el Papa comenzó a dirigirse a él como “Emperador de los griegos”, reservando a la par el título oficial de “Emperador de los romanos” a Otón.

Es interesante notar una curiosa iniciativa de Nicéforo Focas: la de querer hacer venerar como mártires a todos los soldados caídos en lucha contra los infieles. El patriarca y los obispos se opusieron con energía a este proyecto y el emperador renunció a él.

Los nombres de Nicéforo Focas y Juan Tzimíscés están unidos al principio de una nueva era en la vida del Monte Athos, famoso por sus monasterios.

Desde el siglo IV, al principio mismo de la vida monástica, se habían retirado al Athos eremitas solitarios y hacia el siglo VII se encontraban edificados en aquellos lugares varios monasterios pequeños y pobres.

Durante las turbulencias iconoclastas del siglo VIII, las casi inaccesibles regiones del Athos sirvieron de refugio a muchos adoradores de las perseguidas imágenes, que se llevaron consigo abundantes objetos eclesiásticos, manuscritos y reliquias. Pero las incursiones marítimas de los árabes ponían en peligro la seguridad del Athos. Durante aquellas incursiones fueron muertos o llevados cautivos muchos monjes. Antes del siglo X el Athos había conocido varios períodos de desolación. En la época de Nicéforo Focas las organizaciones monásticas del monte Athos se tornaron much o más fuertes, en especial cuando San Atanasio fundó su primer gran monasterio. Éste poseía una organización cenobítica (vida en común) y una regla nueva (en griego typikon, nombre ordinario de las reglas monásticas en el Imperio bizantino). Los eremitas (anacoretas) del Athos, opuestos a la introducción de una vida monástica cenobítica, se quejaron de Atanasio a Juan Tzimiscés, acusando al fundador del monasterio de infringir las antiguas costumbres de la Montaña Santa, según llama al Athos el typikon de Atanasio. Tzimiscés examinó la reclamación y confirmó la antigua regla del Athos, que toleraba la existencia simultánea de anacoretas y cenobitas. A raíz de la fundación del monasterio de Atanasio, se crearon muchos conventos nuevos, griegos o no. En la época de Basilio II había ya un monasterio ibero o georgiano, y emigrantes llegados de Italia fundaron dos: uno romano y otro amalfitano. Un gran erudito que se ha ocupado especialmente de la historia de la Iglesia de Oriente —el obispo Porfirio Uspenski—, estima que, al morir Atanasio hacia el año 1000, había tres mil “diversos monjes” en el monte Athos. Desde el siglo XI se menciona una laura o convento ruso en aquella montaña. El nombre de Montaña Santa aparece por vez primera oficialmente en el segundo grupo de reglas dadas por el emperador Constantino Monómaco hacia mediados del siglo XI. La administración de los monasterios corría a cargo de un consejo de abades ( higúmenos). dirigidos por un superior o protos. El consejo era conocido por el nombre de protaton. Así, en la época de la dinastía macedónica el Athos convirtióse en un centro espiritual cuya importancia rebasaba el marco del Imperio bizantino.

El problema de la separación de las dos Iglesias, tan agudo en el siglo IX, se resolvió a mediados del XI. Las causas de la ruptura fueron esencialmente de carácter doctrinal; pero la final escisión fue sin duda apresurada por los cambios que se produjeron en Italia a mediados del siglo XI. A pesar de las prohibiciones de Nicéforo Focas, la influencia de la Iglesia latina había seguido penetrando en las provincias apuliana y calabresa. A mediados del siglo XI el trono pontificio fue ocupado por León IX, cuyas preocupaciones no se referían sólo a lo eclesiástico y alcanzaban lo político. Así, el movimiento cluniacense, que tanto éxito tuvo en la Iglesia occidental, se desarrolló bajo la protección directa de aquel Papa. El objeto de tal movimiento era reformar la Iglesia, elevar su nivel de moralidad, restablecer la disciplina relajada y suprimir las costumbres y usos profanos que habían invadido la vida eclesiástica (simonía, casamiento de sacerdotes, investidura temporal, etc). Siempre que los defensores de aquel movimiento penetraban en una provincia, empezaban por tornar a colocar la vida espiritual de ésta bajo la dependencia directa del Papa. El movimiento de Cluny hizo notables progresos en la Italia del sur, lo que causó vivo descontento en la Iglesia oriental. Por otra parte, León IX estaba convencido de lo bien fundado de los motivos de su intervención política en los asuntos. Hallamos alusión, en los mensajes cruzados entre el Papa y el patriarca de Constantinopla (M iguel Cerulario), a la famosa Donación de Constantino (“Donatio Constantini”), que se suponía haber atribuido al obispo de Roma una autoridad no sólo espiritual, sino también temporal. Pero, a pesar de las diversas complicaciones que se habían suscitado entre Oriente y Occidente, no se esperaba para un porvenir tan próximo una ruptura de las Iglesias, tanto más cuanto que el emperador biza ntino, Constantino IX Monómaco, estaba dispuesto a buscar una solución pacífica.

El Papa envió legados a Constantinopla. Entre ellos figuraba el altanero cardenal Humberto. Todos, y Humberto en especial, se portaron respecto al patriarca con arrogancia e insolencia, poniéndole en el trance de suspender las negociaciones y negarse a hacer la menor concesión a Roma. Entonces (verano de 1054), los legados colocaron sobre el altar de Santa Sofía una bula de excomunión, pronunciando anatema contra el patriarca “ Miguel y sus secuaces, culpables de los errores e insolencias arriba mencionados”, y colocándole en la misma categoría que “todos los heréticos, con el diablo y sus demonios”. Miguel respondió convocando un concilio donde se excomulgó a los legados romanos y a cuantos, a la vez que ellos, habían ido de “la ciudad protegida de Dios, como una borrasca, o una tempestad, a un hambre, o, para mejor decirlo, corno jabalíes salvajes, a fin de destruir la verdad”.

Así se produjo el cisma definitivo de las Iglesias occidental y oriental en 1054. La actitud de los tres patriarcas orientales tenía extrema importancia para Miguel Cerulario. ¿Qué harían los patriarcas después de aquella ruptura? Miguel, por intermedio del de Alejandría, notificó a los de Antioquía y Jer usalén que se había consumado la separación de las dos Iglesias, haciendo seguir a tal mensaje explicaciones adecuadas. Pese a la escasez de fuentes, se puede afirmar con la mayor certidumbre que los tres patriarcas orientales apoy aron al de Constantinopla.

La escisión de 1054 puede considerarse una gran victoria del Patriarca de Constantinopla, ya que le libró por completo de las pretensiones pontificales. Su autoridad sobre el mundo eslavo y los patriarcas de Oriente creció mucho. Pero políticamente el cisma de 1054 fue fatal al Imperio, porque destruyó para el futuro toda posibilidad de entendimiento y accionar común entre el Imperio bizantino y Occidente, que quedó bajo la profunda influencia del Papado. Y aquella falta de entendimiento resultó nefasta para el Imperio, que necesitaba la ayuda occidental tanto más cuanto más se perfilaba en el horizonte la amenaza turca. Bréhier enjuicia así las consecuencias de la ruptura entre el Imperio y Occidente: “Aquel cisma, al hacer infructuoso todo esfuerzo de conciliación entre el Imperio de Constantinopla y el Occidente, traza las vías de la decadencia y caída del Imperio”.

Al principio el cisma no afectó más que a los medios oficiales, el clero y el gobierno. La masa de la población permaneció tranquila, e inc luso ignoró durante algún tiempo las divergencias doctrinales entre Roma y Constantinopla. Es interesante observar la actitud de Rusia en aquel suceso. Los metropolitanos rusos del siglo XI, nombrados o confirmados por Constantinopla, aceptaron, naturalmen te, el punto de vista bizantino; pero la masa del pueblo ruso no sentía agravios contra la Iglesia latina y no hallaba error alguno en las enseñanzas de ésta. Así vemos, por ejemplo, a un príncipe ruso del siglo XI apelar al socorro del Papa contra un usurpador, sin que tal apelación produjese sorpresa ni protesta.

 

La obra legislativa de los emperadores macedonios. los poderosos y los pobres

La época de la dinastía macedónica presenció una gran actividad legislativa. Basilio I deseaba crear un Código gen eral del derecho grecorromano o bizantino, donde se encontrasen, por orden cronológico, todas las actas legislativas antiguas y nuevas. En otros términos, proyectaba adaptar y completar la obra legislativa de Justiniano, añadiendo las leyes promulgadas con posterioridad. Las cuatro partes del Código justinianeo, escritas en su mayoría en latín y muy voluminosas, no se estudiaban, por lo común, sino en los compendios griegos o en exposiciones, extractos y comentarios del texto original latino. Numerosas obras de segunda mano, aunque muy difundidas, solían ser poco esmeradas y con frecuencia mutilaban los textos primitivos. Basilio I se proponía eliminar las leyes antiguas abrogadas por Novelas posteriores e introducir cierto número de leyes nuevas. Los términos y expresiones latinas conservados en el nuevo Código debían ser explicados en griego, puesto que éste iba a ser el idioma empleado en la obra legislativa de Basilio. El emperador caracterizaba su propósito de reforma jurídica diciendo que era una “revisión (literalmente purificación) de las antiguas leyes”.

Comprendiendo que la ejecución de tal Código invertiría un tiempo considerable, Basilio publicó una obra menos voluminosa, titulada El Prokeiron Nomos o “Manual de Derecho”, y destinada a dar a las personas que se interesaban por el derecho una breve exposición de las leyes que gobernaban el Imperio. En el prefacio se habla de esas leyes como de reglas que establecen en el Imperio la justicia, “única cosa que, según Salomón, exalta a una nación” (Proverbios, 14, 34). El Prokeiron se dividía en cuarenta títulos y contenía las principales reglas del Derecho civil, así como una lista completa de penas aplicables a los diversos crímenes y delitos. Sus autores se habían servido, en especial para las 21 primeras lecciones, de las Instituciones de Justiniano. Otras partes del Código justinianeo se usaban también, pero en menor grado. Tan corriente era recurrir a las versiones griegas revisadas y abreviadas del antiguo Código, que incluso los autores del Prokeiron las utilizaron con preferencia a los originales latinos. Es interesante señalar que el Prokeiron habla de la Écloga de León y Constantino como de un compendio “subversivo de malas leyes inútiles para el Imperio”, declarando “poco prudente dejarlas en vigencia”. A pesar de tan duro juicio, la Écloga de los isáuricos, tan práctica y pop ular, fue ampliamente utilizada para el Prokeiron, sobre todo en sus últimos diecinueve títulos. La introducción del Prokeiron manifestaba que cuantos quisiesen estudiar el Derecho con mayor detalle disponían de un Código más voluminoso, en sesenta volúmenes, compuesto también en la época de Basilio.

A finales del reinado de Basilio se realizó y publicó una nueva compilación de leyes titulada Epanagoge. Varios sabios erróneamente han visto en ese trabajo una simple refundición del Prokeiron revisado y aumentado. Pero, según su prefacio, la Epanagoge era una introducción a los cuarenta volúmenes de leyes antiguas “purificadas” y reunidas bajo el reinado de Basilio. La misma Epanagoge se divide en cuarenta títulos. No podemos decir con exactitud lo que representaban aquellas dos compilaciones: la de sesenta libros que menciona el Prokeiron y la de cuarenta de que habla el Epanagoge. Sin duda su publicación no se acabó bajo el reinado de Basilio, y sin duda también sirvieron de fundamento a las Basílicas publicadas por León VI, sucesor de aquél.

Algunos eruditos opinan que la Epanagoge no llegó a publicarse nunca, permaneciendo como proyecto o esbozo, mientras otros dan ese trabajo por publicado oficialmente.

La Epanagoge difiere mucho del Prokeiron. En su primera parte contiene capítulos enteramente nuevos y muy interesantes sobre la autoridad imperial, el poder del patriarca y las prerrogativas de los demás funcionarios civiles y religiosos. Hallamos en esa parte una pintura muy clara de la estructura política y social del Imperio y de las relaciones de la Iglesia y el Estado. Además, los materiales que en la Epanagoge se toman al Prokeiron están dispuestos de una manera nueva. Es casi seguro que el patriarca Focio colaboró en la composición de la Epanagoge. Su influencia se advierte particularmente clara en la definición de las relaciones del poder imperial y el poder del patriarca y en la resolución dada al problema de la jerarquía del patriarcado ecuménico de la Nueva Roma respecto a los demás patriarcas, quienes no deben ser considerados sino como “jerarcas” locales. Como el Prokeiron, la Epanagoge ataca en su introducción a la Écloga de los emperadores iconoclastas, acusándola de “comadrerías de los isáuricos, que pretendían oponerse a la doctrina divina y destruir las leyes saludables”. También en esta parte de la Epanagoge, se trata de abrogar por completo la Écloga; y sin embargo, utiliza algunos de sus elementos.

La Epanagoge, como algunos otros compendios legislativos bizantinos, fue traducida al eslavo, hallándose varios extractos de ella en los códigos eslavos y en el llamado Libro de las reglas rusas (“Kormchaia Kniga” o “Código administrativo”), que vemos mencionado desde el siglo X. Las ideas expresadas en la Epanagoge ejercieron mucho influjo sobre la historia ulterior de Rusia. Hallamos, por ejemplo, en los documentos relativos al proceso del patriarca Nikon, reinando Alejo Mijáilovich (siglo XVIII), citas íntegras de la Epanagoge, en lo que se refiere a la autoridad del emperador.

El Prokeiron y la Epanagoge, así como la obra de “purificación del antiguo Derecho”, ejecutada bajo Basilio I, constituyeron una gran tarea legislativa. Con sus esfuerzos para difundir el Derecho justinianeo, remontándose, por así decirlo, a las fuentes, algo descuidadas, del Derecho romano, Basilio dio a aquel Derecho una nueva vida, adaptándolo a la vez, con apropiadas adiciones, a las nuevas circunstancias de la vida social y económica.

La obra legislativa de Basilio preparó la de su hijo y sucesor, León VI el Filósofo, quien hizo redactar con el título de Basílicas el monumento más completo del Derecho bizantino o grecorromano. Las Basílicas eran una compilación y un resumen, en lengua griega, de todos los trabajos jurídicos publicados en el reinado de Justiniano. El nombre de la compilación no deriva, como se ha supuesto por error, del de Basilio I, que había preparado los materiales de la obra, sino del vocablo griego basileus, que significa “emperador” o “monarca”. Por tanto, la traducción exacta de esa obra es Leyes Imperiales .

Las Basílicas fueron redactadas por una comisión de jurisconsultos entendidos, a quienes designó el emperador.

La compilación debida al interés de León VI se dividía en sesenta libros y realizaba el plan de Basilio, puesto que restablecía la obra legislativa de Justiniano, omitiendo las leyes en desuso o inaplicables a consecuencia de los cambios operados en la vida bizantina. Más que una traducción completa y literal de los textos de Justiniano, las Basílicas representan una adaptación. Sus autores utilizan como fuentes ciertas Novelas y otros documentos jurídicos publicados después de Justiniano, empleando incluso varias Novelas de Basilio I y León VI.

No nos ha llegado ningún manuscrito del conjunto de las Basílicas, pero diversos manuscritos que poseemos contienen partes de ellas, con lo que nos son conocidas dos terceras partes de la obra.

Hay una obra del siglo XII de gran ayuda para reconstituir los libros perd idos de las Basílicas: el Tipuceitos atribuido al jurisconsulto bizantino Patzus. Ese libro contiene un índice de las materias tratadas en la Basílicas, da los epígrafes correspondientes e indica los capítulos más importantes de cada “título”. El Tipuceitus no se ha editado aún hasta hoy íntegramente.

Aquella resurrección del Derecho clásico, aunque cuidadosamente adaptada a las nuevas condiciones, era, no obstante, artificial y no podía substituir a las leyes exigidas por la vida en sí. De aquí que numerosas partes de la Écloga siguieran en vigor después de aparecidas las Basílicas, siendo incluso revisadas y aumentadas las primeras varias veces.

Según toda verosimilitud debe igualmente atribuirse a la época de León VI un documento muy interesante, “tesoro inestimable para la historia interior de Constantinopla”, el llamado Libro del Eparca o Libro del Prefecto , descubierto en Ginebra y publicado por el erudito ruso Nicol a fines del siglo XIX. Sin embargo, ciertos historiadores se inclinan a pensar, de algún tiempo a esta parte, que tal documento data de mediados del siglo X.

Se llamaba en Bizancio Eparca o Prefecto de Constantinopla al gobernador de la capital, quien estaba investido de autoridad casi ilimitada, siendo su cargo el más elevado de la carrera administrativa. Su principal misión consistía en garantizar la seguridad y el orden, y tenía bajo su mando un personal considerable. De él dependía una oficina conocida en Bizancio como “secretum del Eparca”. A más de la indicada tarea, el Prefecto tenía jurisdicción sobre los gremios y corporaciones de mercaderes y artesanos de la capital. El Libro del Eparca proyecta mucha luz sobre este aspecto de la vida bizantina —apenas tocado en las fuentes — enumerando las diversas clases de comerciantes y artesanos, exponiendo la organización interior de sus corporaciones, hablando de la actitud general del gobierno respecto a ellas, etc. En cabeza de la lista de corporaciones figura una organización que, según nuestros conceptos modernos, no debiera estar inclusa en una lista de corporaciones mercantiles y artesanas: la corporación de los notarios. Entre otras cosas los miembros de tal organización debían conocer los sesenta libros de las Basílicas. Siguen las agrupaciones de joyeros, de productores de seda, de te jedores de seda, de fabricantes de tela, de cera, de jabón, de cuero, y los tahoneros. Se hallan mencionados en la lista de mercaderes los cambistas de moneda, los comerciantes en sedas, los traficantes en seda en bruto; los vendedores de perfumes, de cera, de jabón; los tenderos de comestibles, los carniceros; los expendedores de cerdo, de pescado, de caballos; los panaderos, los taberneros. Cada corporación gozaba de un monopolio y pesaban severas penas sobre quienes quisiesen dedicarse a dos distintos comercios, por semejantes que fuesen. La vida interna de las corporaciones, su organización, su actividad, la concesión de mercados, precios y beneficios, la exportación e importación y muchas otras cosas estaban estrictamente reglamentadas y vigiladas por el gobierno. La libertad de comercio y de producción era desconocida en Bizancio. El Eparca de Constantinopla era el único alto funcionario con derecho a intervenir, personalmente o por medio de representantes, en la vida de las corporaciones, regulando su producción y comercio.

Los informes que hallamos en el Libro del Eparca nos proporcionan elementos para una interesante comparación entre las corporaciones bizantinas y las de la Europa occidental.

La obra legislativa de Basilio I y León VI produjo una mom entánea renovación en el campo de la literatura jurídica, renacimiento expresado, de una parte, por la publicación de numerosos comentarios y exégesis de las Basílicas, y de otra, por diversos manuales, resúmenes y compilaciones.

Los emperadores del siglo X expusieron también, mediante algunas Novelas, su política respecto a uno de los problemas más candentes de la vida social y económica de aquel período: el del desarrollo excesivo de la gran propiedad rural, con fuerte detrimento de la pequeña propiedad libre y de las comunalidades rurales libres también.

En tiempos de la dinastía macedónica, la clase de los “poderosos” o los ricos aristócratas, habían recobrado su influencia. En el otro extremo de la escala social estaban los “pobres”, que cabe comparar a los “pauperes” de la Europa occidental y a los “desamparados” (siroti) del período zarista de la historia rusa. Los pobres del Imperio bizantino del siglo X eran los pequeños propietarios rurales y aldeanos de los comunes a los que la carga de los impuestos, como así también obligaciones diversas, forzaba a pedir apoyo ecónomico, militar y político a “los ricos” y a pagar tal protección con su libertad e independencia.

Los progresos de “los ricos” en el siglo X parecen a primera vista repentinos, pero se explican en parte por la repercusión del alzamiento de Tomás el Eslavo en la tercera década del siglo IX. La explicación tiene peso sobre todo con respecto al Asia Menor, donde el número de grandes propietarios aumentó en considerables proporciones en el siglo X. La insurrección de Tomás, violenta y larga, provocó la ruina de muchos pequeños propietarios agrícolas, y como consecuencia muchos tuvieron que abandonar sus establecimientos a sus vecinos más opulentos. De todos modos esta fue sólo una de las causas del desarrollo de la propiedad en vasta escala. En conjunto, el problema del crecimiento de la gran propiedad rural en Bizancio durante los siglos IX y X no había llegado a su fin.

Los emperadores de la dinastía macedónica, al menos desde Romano Lecapeno (919-944) hasta la muerte de Basilio I (1025), defendieron con energía a los pequeños propietarios rurales y a los comunes contra las usurpaciones de los “poderosos ricos”. Las razones de tal ofensiva contra la gran propiedad deben buscarse en el desarrollo excesivo de ésta. Los ricos terratenientes, disponiendo de muchos siervos e inmensos terrenos, podían fácilmente levantar y conservar en sus tierras ejércitos de dependientes suyos, lo que les permitía conspirar contra el gobierno, desastabilizándolo poniéndole condiciones, que por supuesto siempre serían en la mayor parte favorables a sus propios designios e intereses. Al tratar de rebajar a los poderosos sosteniendo los intereses de los pequeños propietarios rurales, los emperadores defendían a la vez su propio poder; su trono, seriamente amenazados en el siglo X, sobre todo en Asia Menor.

También hubieron de defender las tierras de militares. Desde la época de Imperio romano había sido corriente hacer asignaciones de tierras a los soldados. En general eran tierras sitas en las fronteras, pero también a veces en el interior del Imperio. Los colonos seguían sirviendo en el ejército. Aquella colonias militares sobrevivieron hasta el siglo X, más la práctica estaba en d cadencia.

En los siglos IX y X los ricos terratenientes amenazaron también aquel género de colonias, esforzándose en adquirirlas a peso de oro, como hacían con los establecimientos de los campesinos pobres. Los emperadores del período hicieron grandes esfuerzos para proteger a los feudos militares.

Las medidas tomadas por los emperadores macedonios para defender la pequeña propiedad rural y militar fueron sencillas y uniformes, limitándose a prohibir a los poderosos la compra de propiedades comunales y la adquisición de tierras de militares o pequeños propietarios.

Romano I Lecapeno inició el 922 las hostilidades contra los grandes señores feudales, publicando una Novela que contenía tres ordenanzas: 1) En toda venta o arrendamiento por un término dado o vitalicio, tenían preferencia los campesinos y sus comunes libres; 2) se prohibía a “los ricos” a adquirir propiedades de los pobres en modo alguno, fuese donación, testamento, patronato, compra, arriendo o cambio; 3) las propiedades militares enajenadas, fuese como fuera, en los treinta años últimos y las que lo fueran después, serían devueltas a sus antiguos propietarios sin compensación alguna.

Pero a poco de publicada esta Novela terribles calamidades afligieron al Imperio, creando serias dificultades a la aplicación de las medidas de Romano. Hubo heladas intempestivas, escasez, un hambre terrible y una epidemia de peste, todo lo cual hizo muy crítica la situación de los campesinos. Los terratenientes aprovechando esa situación desesperada de los pequeños propi etarios, compraron los bienes de los últimos a precios muy bajos y a veces hasta por un pedazo de pan.

Aquella abierta violación de la ley obligó a Romano a publicar en 934 una segunda Novela, donde reprobaba la cruel avaricia de la “clase rica”, diciendo que ésta era “para los desgraciados campesinos una especie de peste o de gangrena que roía el cuerpo de la aldea y lo ponía muy cerca del peligro supremo”. Según aquella Novela, los campesinos a quienes los poderosos hubiesen ilegalmente comprado tierras durante o después de los años de hambre, podrían rescatar sus bienes al mismo precio a que los habían vendido, debiendo los nuevos propietarios abandonar lo adquirido tan pronto como les fuese pagado. Tras una breve observación sobre los éxitos logrados por el ejército bizantino, la Novela concluía con estas palabras: “Si nosotros hemos obtenido tantos éxitos en nuestra lucha exterior, ¿cómo podríamos dejar de reducir a nuestros adversarios interiores y domésticos, enemigos de la naturaleza humana y del buen orden, en nuestro justo deseo de libertad y de aplicación inflexible de la presente ley?”

Pero el decreto de Romano Lecapeno no detuvo el desarrollo de la gran propiedad territorial ni el movimiento de absorción de la pequeña propiedad y propiedad comunal. En una Novela posterior de Constantino Porfirogénito se constata oficialmente la inobservancia de las antiguas leyes. Bajo Constantino Porfirogénito las medidas prohibitivas contra los ricos fueron más severas aun que bajo Romano Lecapeno. Más Nicéforo Focas, miembro de la clase de los poderosos, tendió más que ninguno de sus predecesores a favorecer los intereses de la clase propietaria. Con frase de V. G. Vasilievski, la Novela de Nicéforo Focas “indica incontestablemente una reacción, en el campo legislativo, en favor de la clase de los magnates, incluso al limitarse a conceder a las dos partes un trato igual”. La Novela declara: “Los antiguos legisladores veían en todos los emperadores campeones de la justicia y los calificaban de bienhechores de todos sus súbditos, iguales para todos”; luego queda entendido que los predecesores de Nicéforo Focas se habían apartado de aquel antiguo ideal. “Han descuidado por completo el ocuparse en la prosperidad de los poderosos y ni siquiera les han dejado en posesión de lo que ya habían adquirido”. Al derogar las leyes anteriores, Nicéforo Focas dio de nuevo libre curso a las ilegalidades y avidez de la clase poderosa.

El más implacable adversario de aquella clase fue Basilio II Bulgaróctonos. Dos jefes de poderosas familias del Asia Menor, Bardas Focas y Bardas Skleros, se habían levantado contra el emperador y estado a punto de derribarle. Sólo la intervención del cuerpo auxiliar ruso enviado por el príncipe Vladimiro salvó de la caída al monarca. No es asombroso, pues, que Basilio II considerara a los grandes propietarios rurales como sus más peligrosos enemigos, mostrándose de una dureza inexorable en sus relaciones con ellos. Atravesando Capadocia ocurrióle parar en casa de Eustaquio Maleinos, dueño de inmensas propiedades, y el cual, así como los que le rodeaban, acogieron al emperador con la mayor magnificencia. Pero Basilio vio en su huésped un posible rival, capaz de seguir las huellas de Bardas Focas y Bardas Skleros, y por tanto, hizo le acompañara a la capital y permanecer en ella hasta el fin de sus días. A la muerte de Maleinos sus vastas propiedades fueron confiscadas. En la misma Novela del emperador se relata un incidente análogo. Noticioso Basilio de que un tal Filocales, antes pobre campesino del Asia Menor, había hecho fortuna y llega do a una posición elevada, adueñándose entonces como propietario de la aldea en que vivía e incluso cambiando de nombre, mandó que todos los suntuosos edificios propiedad de Filocales fuesen arrasados hasta los cimientos y sus tierras restituidas a los pob es. Por orden del emperador, Filocales volvió a ser un mero aldeano. Pero es indudable que las familias de Focas, Skleros y Maleinos no constituían ellas solas toda la clase de grandes propietarios del Asía Menor.

La famosa Novela de 996 abolió la prescripción de cuarenta años, que garantizaba el derecho de los ricos terratenientes que se habían adueñado ilegalmente de los bienes de los campesinos y procurado “ya con presentes, ya usando de su poder, adquirir la propiedad definitiva de lo que habían adquirido a los pobres por medios deshonestos”. Los bienes comprados por los magnates a las comunidades rurales antes de la publicación del primer edicto de Romano no permanecerían entre sus manos de no probar su derecho de propiedad, ya mediante documento escrito, ya con un número suficiente de testigos verbales. La Novela declaraba que las exigencias de tesorería no conocían prescripción alguna y, por tanto, el Estado “podía hacer valer sus pretensiones remontándose hasta la época de césar Augusto”.

El problema de los feudos militares obligó también a los macedonios a emitir varios edictos.

Como complemento a la Novela de 996, Basilio II expidió decreto relativo al impuesto denominado allelengyon (garantía mutua). Ya a principios del siglo IX, el emperador Nicéforo I (a cuanto cabe juzgar de los breves informes que nos da Teófanes), había promulgado disposiciones según las cuales los ricos vecinos de los pobres eran responsables del pago íntegro de los impuestos de los últimos. A veces se ha comparado esta medida a lo dispuesto en el epibolé. Las ordenanzas de Nicéforo I motivaron tal odio contra el emperador que, a lo que parece, sus sucesores hubieron de renunciar a tal impuesto. Pero la continuación de la guerra búlgara exigía gastos enormes y, además, Basilio deseaba vivamente asestar un golpe violento a los poderosos. Así, restableció la ley que hacía a los propietarios ricos solidarios de los pobres y les obligaba a pagar, en caso de incapacidad de éstos, los impuestos, que les correspondían. Si tal medida, defendida con vigor por Basilio II, hubiese regido mucho tiempo, habría terminado sin duda, por arruinar a los poderosos que poseían bienes eclesiásticos y seglares. Pero el allelengyon o garantía mutua sólo se aplicó con rigor durante muy poco tiempo. En la primera mitad del siglo XI, Romano III Argiro, que había llegado al trono merced a su casamiento con Zoé, hija de Constantino VIII, estaba interesado en sostener a los poderosos y, en su deseo de reconciliarse con el alto clero y la aristocracia feudal, abrogó el aborrecido allelengyon.

En conjunto, los decretos de los emperadores macedonios del siglo X limitaron hasta cierto punto las usurpaciones de los poderosos terratenientes, pero los resultados perseguidos no se lograron sino en una débil ineficaz medida. En el siglo XI las famosas Novelas de los monarcas macedonios fueron progresivamente olvidadas y abandonadas. El mismo siglo asistió a un cambio radical en la política interior de los emperadores bizantinos, los cuales empezaron a favorecer abiertamente la gran propiedad territorial, apresurando el desenvolvimiento y avance de la servidumbre. Pero no ha de creerse que la pequeña propiedad rural libre y la comunidad campesina desaparecieron del todo en el Imperio. Tales instituciones siguieron existiendo y se las halla en los períodos sucesivos.

 

La administración de las provincias bajo los emperadores macedonios.

La administración de las provincias del Imperio en el siglo IX y en la época de la dinastía macedónica se señaló por el desarrollo del sistema de themas que ya estudiamos antes. Ese desarrollo se manifestó, por una parte, en una progresiva parcelación de los antiguos themas y subsiguiente aumento del número de las divisiones; y por otra parte en la elevación a la condición de thema de otros distritos que hasta entonces habían llevado nombres diferentes, como, por ejemplo, el de clisurae, del que volveremos a ocuparnos.

Los dos exarcados que los historiadores consideran como verdaderos precursores de los themas no pertenecían ya al Imperio. El de Cartago o África había sido conquistado por los árabes a mediados del siglo VII y el de Ravena ocupado en la primera mitad del siglo VIII por los lombardos, que no tardaron en verse obligados a ceder sus conquistas al rey franco Pipino el Breve. Éste, en 754, las transmitió al Papa, poniendo así los cimientos de los famosos Estados Pontificios medievales. En el siglo VII el Imperio poseía, además de los dos exarcados, cinco gobiernos militares no denominados themas aún. A principios del siglo IX hallamos mencionados diez themas: cinco en Asia, cuatro en Europa y uno marítimo. Según ciertas indicaciones que se encuentran en las obras del geógrafo árabe Ibn-Khurdadhbah (siglo IX) y en otras fuentes, los historiadores estiman que había en el siglo IX veinticinco distritos militares, pero no todos eran themas. Entre ellos figuraban dos clisurarquías (“clisurarchiae”), un ducado (“ducatus”) y dos arcontados (“arcontatus”). El tratado sobre precedencia en las ceremonias de la corte, escrito por el mariscal de la corte (atriclines) Filoteo en 899 y ordinariamente inserto en el Libro de Ceremonias de la época de Constantino Porfirogénito, nombra a los gobernadores de veinticinco themas en el orden protocolario. En su libro Sobre los themas (siglo X), Constantino Porfirogénito da una lista de 29: en Asia 17, incluidos los cuatro marítimos, y 12 en Europa, comprendido el de Sicilia, parte del cual formó en el siglo X, después de la conquista de la isla por los árabes, el thema de Calabria. Entre los 12 themas europeos figura el de Querson (Korsun) en Crimea, fundado probablemente a partir del siglo IX y mencionado a menudo por el nombre de Climata o Climata gético. Una lista publicada por V. Benesevic y atribuida a la época de Romano Lecapeno, con anterioridad a 921-927, indica 30 themas. En el siglo XI el número se eleva a 38. La mayoría estaban regidos por estrategas (gobernadores militares).

Como consecuencia de las frecuentes modificaciones en el número de themas y la falta de fuentes relativas al desarrollo de la organización estatal, aun no tenemos sino conocimientos reducidos e imprecisos sobre aquel importante aspecto de la historia bizantina.

Procede detenernos un instante en la cuestión de las clisurae y clisurarquias antes mencionadas. La palabra clisura que todavía hoy significa en griego “desfiladero de montaña”, designaba entonces una fortaleza fronteriza y sus contornos o, de modo más general, una provincia pequeña gobernada por un clisurarca, funcionario cuya autoridad no era tan grande como la de un estrategas y que, probablemente, no concentraba en sus manos las funciones civiles y militares. Algunas clisuras, como las de Seleucia, Sebaste, en Asia Menor, y algunas otras, crecieron en importancia hasta llegar a convertirse en themas.

Los gobernadores al mando de los themas tenían muchos subordinados. Es interesante notar que, al menos en la época de León VI el Filósofo, los estrategas de los themas orientales, incluso los que se ocupaban de los distritos marítimos, recibían sueldos fijos pagados por el gobierno central, mientras los de los themas occidentales cobraban sus estipendios de las rentas de sus respectivos distritos y no de la Tesorería.

La organización thematica bizantina con oció su máximo desarrollo bajo la dinastía macedónica. Después de aquel período el sistema empezó a declinar gradualmente, en parte por las conquistas de los turcos selyúcidas en Asia Menor, en parte por los cambios abruptos que sufrió la vida bizantina en la época de las Cruzadas.

 

Turbulencias sobrevenidas desde la muerte de Basilio II hasta la exaltación de los Comnenos.

A contar de 1025, año de la muerte de Basilio II Bulgaróctonos, el Imperio entró en un período de perturbaciones y de desorden institucional en el cual se sucedieron rápidamente en el poder soberanos audaces e improvisados, comenzando una decadencia general del Imperio. Ya vimos que la emperatriz Zoé consiguió elevar al trono a sus tres maridos. En 1056, año de la muerte de la emperatriz Teodora, hermana de Zoé, la dinastía macedónica quedó extinta en definitiva. Abrióse entonces un período de graves desórdenes, que duró hasta 1081 y no concluyó sino con la exaltación al trono de Alejo Comneno, fundador de la famosa dinastía de los Comnenos.

Esta época, caracterizada por los frecuentes cambios de emperador y por la incapacidad de la mayoría de los soberanos, fue, empero, un período muy importante de la historia del Imperio bizantino, porque durante aquellos veinticinco años se desenvolvieron en el Imperio los elementos de los que luego nacieron las Cruzadas.

En el curso de todo aquel tiempo, los enemigos de Bizancio atacaron en todos los frentes: los normandos por el oeste, los pechenegos y uzos por el norte, los turcos selyúcidas por el este. Al cabo, el territorio imperial quedó considerablemente reducido.

Otra característica de la época fue la lucha entablada por el elemento militar y aristocrático (y sobre todo la nobleza territorial del Asia Menor) contra el gobierno central y burocrático. Tal lucha de las provincias y la capital terminó, tras algunas fluctuaciones, con el triunfo de la aristocracia rural y el ejército de las provincias sobre Constantinopla. A la cabeza del partido victorioso se hallaba Alejo Comneno.

Todos los emperadores de aquel turbulento y tenso período fueron de origen griego. En 1056 la anciana emperatriz Teodora fue obligada por el partido de la corte a elegir como sucesor al patricio Miguel Estratiótico, hombre de edad avanzada. Teodora murió al poco tiempo y Miguel VI Estratiótico, el candidato del partido de la corte, ascendió al trono, donde sólo se mantuvo un año (1056 -1057). Contra él se formó un partido de oposición. El ejército del Asia Menor, que estaba a la cabeza de aquel movimiento, proclamó emperador a su joven general Isaac Comneno, miembro de una gran familia de la aristocracia territorial y famoso por sus luchas contra los turcos. Aquélla fue la primera victoria del partido militar sobre el gobierno central. Miguel abdicó, concluyendo sus días como mero particular.

La victoria de los militares tuvo corta duración. Isaac Comneno sólo reinó de 1057 a 1059, año en que renunció al trono y se hizo monje. Las razones de esto no están explicadas claramente. Acaso Isaac fuese víctima de una conjura organizada por aquellos a quienes descontentaba su gobierno independiente y activo. Nos consta que Isaac ponía ante todo los intereses de la Tesorería y que, para aumentar sus rentas, confiscó las tierras seculares y eclesiásticas adquiridas ilegalmente por los grandes señores, reduciendo también los sueldos de los altos funcionarios. Parece probable que el famoso estadista y sabio Psellos participara hasta cierto punto en aquella intriga contra Isaac Comneno.

A Isaac le sucedió Constantino X Ducas (1059-1067). Financiero de talento y buen defensor de la justicia, este emperador consagró toda su atención a los asuntos del gobierno civil. El ejército y las cuestiones militares le interesaban muy poco. Su reinado puede considerarse como una reacción de la administración civil contra el elemento militar triunfador bajo Isaac Comneno, o como una réplica de la capital a las provincias. Aquélla fue “la infortunada época del reinado de los burócratas, de los retóricos y de los sabios” (Gelzer). Pero los amenazadores progresos de pechenegos y uzos al norte y de los turcos selyúcidas al este no justificaban el carácter antimilitar del gobierno de Constantino. Hasta un hombre como Psellos, a pesar de su fobia por los militares, escribió entonces: “El ejército es la espina dorsal del Estado de los romanos”. Se formó, pues, un movimiento de violenta oposición al emperador. Cuando éste murió en 1067, el trono pasó por algunos meses a su esposa, Eudoxia Macrembolitissa. El partido militar obligó a Eudoxia a casarse con un inteligente militar, Romano Diógenes, oriundo de Capadocia. Romano, con el nombre de Romano IV Diógenes reinó de 1067 a 1071.

Ello era un segundo triunfo del partido militarista. El reino de aquel emperador-soldado concluyó trágicamente: en 1071, derrotado por los turcos, cayó en manos de ellos. Después hablaremos de este suceso. Al saberse el cautiverio del emperador reinó gran confusión en la capital. Tras algunos titubeos se proclamó emperador al hijo de Eudoxia y de su primer marido. Tratábase de Miguel, discípulo de Miguel Psellos, y conocido en la historia como Miguel VII Ducas Parapinaces, Eudoxia hubo de profesar como monja. Al ser Romano puesto en libertad por el sultán, volvió a Constantinopla y halló el trono ocupado por un nuevo emperador. Romano recibió seguridades de buen trato, pero no tardó en ser cruelmente cegado, muriendo poco después.

Miguel VII Ducas Parapinaces (1071 -1078) gustaba de las letras, amaba las controversias eruditas y escribía versos, pero no tenía la menor inclinación hacia la actividad militar. Restauró el régimen burocrático establecido por su padre Constantino Ducas, aunque ello no convenía en nada a la situación externa del Imperio. Los repetidos y continuos éxitos de pechenegos y turcos exigían un emperador-soldado al frente del ejército, única institución que podía salvar de la ruina a Bizancio. “El portavoz de las exigencias populares, el que hizo concebir esperanzas de que las cumpliría” (Skabalanovich) fue Nicéforo Botaniates, estratega de un tema del Asia Menor. Nicéforo fue proclamado emperador en Asia Menor y forzó a Miguel Parapinaces a tomar los hábitos y retirarse a un convento. Luego Nicéforo entró en la capital y fue coronado por el patriarca. Estuvo en el trono desde 1078 a 1081, pero a causa de su avanzada edad y su debilidad física no pudo hacer nada para resolver las dificultades interiores ni los problemas externos. Además, la alta aristocracia territorial de las provincias no reconocía los derechos de Nicéforo al trono y en diversos puntos surgieron pretendientes al Imperio. Uno de ellos, Alejo Comneno, sobrino del ex emperador Isaac Comneno y emparentado con la familia imperial de los Ducas, supo explotar hábilmente la situación en ventaja propia y logró apoderarse del trono. Botaniates abdicó y se retiró a un monasterio, donde tomó las sagradas órdenes. En 1081 Alejo fue proclamado emperador, poniéndose así a treinta años de anarquía. El advenimiento de la casa de los Comnenos representaba otra victoria del partido militar y los grandes terratenientes provincianos.

La política exterior del Imperio habíase, naturalmente, resentido mucho de la anarquía de aquel período. Bizancio descendió de la elevada situación que ocupaba en el mundo medieval. Su decadencia apresuróse a causa de los complejos peligros exteriores dimanados de los éxitos que lograran los principales enemigos del Imperio: los turcos selyúcidas en el este, los pechenegos y uzos en el norte, los normandos en el oeste.

 

Los turcos selyúcidas

Hacía bastante tiempo que el Imperio conocía a los turcos. Ya sabemos que en la segunda mitad del siglo VI se trató de una alianza turcobizantina. Los turcos sirvieron a veces como mercenarios en la guardia imperial de Bizancio. Los cuerpos de ejército árabes que operaban en la frontera oriental del Imperio comprendían también muchos turcos. Éstos participaron activamente en la toma de Amorion por Mutazim y en el saqueo de la ciudad (838). Pero tales relaciones amistosas u hostiles no alcanzaron importancia para el Imperio hasta el siglo XI. Las circunstancias cambiaron con la llegada de los turcos selyúcidas a las fronteras orientales del Imperio, en la primera mitad del siglo XI.

Los selyúcidas, o selyuks, tomaban su nombre del príncipe turco Selyuk, que estaba al servicio de un kan turkestano hacia el año 1000. Desde las estepas de los kirguises, Selyuk, con su tribu, emigró a Transoxania, cerca de Bujara, donde se convirtió al Islam con su pueblo. Rápidamente creció la potencia de los selyúcidas, al punto de que dos nietos de Selyuk estuvieron en situación de poder conducir las salvajes hordas turcas hacia el Jorasán, el cual invadieron.

La ofensiva de los selyúcidas en Asia occidental abrió una nueva era de la historia musulmana y de la bizantina. En el siglo XI el califato había perdido su unidad. España, África y Egipto habían logrado autonomía en base a su idiosincrasia culturales e intereses económicos en expansión y hacía tiempo llevaban una vida separada. Siria, Mesopotamia y Persia tenían soberanos distintos y dinastías independientes, procurando lograr cultural y económicamente su autarquía política. Después de conquistar Persia a media dos del siglo XI, los selyúcidas invadieron la Mesopotamia, penetrando en Bagdad. Desde entonces el califato de Bagdad estuvo bajo la protección de los selyúcidas. Los sultanes turcos no residían en Bagdad, pero se hacían representar en aquella importante población por un general nombrado por ellos y que ejercía la autoridad suprema. A poco, la pujanza de los selyúcidas se acrecentó con la llegada de más tribus turcas. No tardaron en conquistar toda el Asia occidental desde el Afganistán hasta el Asia Menor bizantina y hasta el califato egipcio de los fatimitas.

Desde mediados del siglo XI los selyúcidas pasaron a ser factor esencial de la historia de Bizancio, amenazando las provincias fronterizas bizantinas del Cáucaso y el Asia Menor. Ya señalamos antes la toma de Ani por los bizantinos, bajo Constantino Monómaco, y la anexión de Armenia al Imperio. Tal anexión suprimía el papel de Estado-tapón cumplido por Armenia, y cuando los turcos atacaron la última, fue Bizancio el que se halló atacado. La ofensiva turca resultó afortunada. A la vez las tropas turcas avanzaban en Asia Menor.

Durante el activo, aunque corto reinado de Isaac Comneno, la frontera occidental estuvo bien defendida contra las invasiones selyúcidas. Pero, a la caída de Isaac, la política antimilitarista de Constantino Ducas debilitó al ejército de Asia Menor y facilitó el avance turco en los distritos bizantinos. Es probable que el gobierno central viera con placer los infortunios de “aquellas provincias desobedientes y arrogantes”. Oriente, como Italia, pagó caras las faltas del gobierno central” (Neumann).

Bajo Constantino X Ducas y después de la muerte de éste, durante los siete meses de reinado de su mujer, Eudoxia Macrembolitissa, Alp Arslan, segundo sultán selyúcida, conquistó Armenia, devastando, además, parte de Siria, Cilicia y Capadocia. En Cesárea, capital de Capadocia, los turcos saquearon el santuario principal de la ciudad, la iglesia de Basilio el Grande, donde se conservaban las reliquias del santo. Respecto al reinado de Miguel Parapinaces, un cronista bizantino escribe: “Bajo este emperador el mundo entero, terrestre y marítimo, fue, por así decirlo, ocupado, destruido y despoblado por los bárbaros infieles: todos los cristianos fueron muertos por ellos, todas las casas y pueblos de Oriente, con sus iglesias, fueron devastados, reducidos a pedazos y aniquilados por ellos”.

En éstas circunstancias, el partido militar resolvió imponer a Romano Diógenes como esposo de . El nuevo emperador sostuvo varias batallas contra los turcos, logrando algunos éxitos en las primeras batallas. Su ejército, compuesto de hombres de todas las nacionalidades —eslavos de Macedonia, búlgaros, uzos, pechenegos, varengos y francos, nombre este último que se aplicaba entonces a todos los europeos occidentales—, carecía de adiestramiento y de cohesión y no podía oponer una resistencia vigorosa a los rápidos movimientos de la caballería turca, ni a sus golpes de sorpresa, audaces y prontos. La parte del ejército bizantino con que menos se podía contar era la caballería ligera de los uzos y pechenegos, quienes, al entrar en contacto con los turcos, reconocieron los lazos de parentesco que con éstos les unían.

La última campaña de Romano Diógenes concluyó en la fatal batalla de Mantzikert (hoy Melazgherd), en Armenia, al norte del lago de Van. A poco de entablado el combate, el destacamento de uzos, con su jefe, se pasó a los turcos. Este incidente produjo viva inquietud en el ejército bizantino. En el momento crítico de la lucha un general bizantino empezó a esparcir el rumor de que el ejército imperial estaba vencido. Los soldados, llenos de pánico, buscaron la salvación en la fuga. Romano, que había combatido heroicamente durante todo el combate, fue apresado por los turcos, y en el campamento enemigo Alp Arslan lo recibió con los máximos honores.

Vencedor y vencido negociaron una paz "perpetua” y un tratado de alianza. Las principales estipulaciones, según nos las ofrecen las fuentes árabes, fueron éstas: Romano Diógenes obtenía la libertad a cambio de un rescate; Bizancio pagaría un importante tributo anual al sultán y devolvería todos los prisioneros turcos. Al volver a Constantinopla, Romano, como vimos, halló ocupado el trono por Miguel VII Ducas. Sus enemigos le sacaron los ojos y murió poco después.

La batalla de Mantzikert tuvo grandes consecuencias para el Imperio. Aunque según el tratado (cuyas cláusulas no conocemos bien en detalle), Bizancio no cediera probablemente territorio alguno a Alp Arslan, sus pérdidas eran considerables, ya que el ejército que defendía las fronteras de Asia Menor estaba aniquilado y el Imperio era incapaz de resistir una nueva invasión turca en aquella región. La deplorable situación del Imperio es agravó aun más con el gobierno antimilitarista del débil Miguel VII. La derrota de Mantzikiert asestó un golpe mortal al dominio bizantino en Asia Menor, es decir, en comarcas esenciales para el Imperio. “Desde 1071 no hubo ejército bizantino para resistir a los turcos” (Laurent).

En los años transcurridos entre la catástrofe del 1071 y la elevación de Alejo Comneno al trono en 1081, los turcos aprovecharon la indefensión de las fronteras y las luchas interiores de los partidos bizantinos, que a veces les llamaban en su socorro. Así, las incursiones selyúcidas hiciéronse cada vez más atrevidas. Destacamentos turcos alcanzaron las provincias occidentales del Asia Menor. Las tropas turcas que ayudaron a Nicéforo Botaniates a apoderarse del trono le siguieron hasta Nicea y Crisópolis (Escutari).

A todo esto se añadió un hecho nuevo. Después de la muerte de Romano Diógenes y de Alp Arslan, los turcos y el Imperio dejaron de considerarse ligados por el tratado que firmaran ambos emperadores. Con esta ocasión, los turcos entraron lleno a las provincias bizantinas del Asia Menor. Según un cronista bizantino, los turcos no ingresaron en aquellas provincias como saqueadores ocasionales, sino como verdaderos dueños de los distritos que ocupaban. No obstante, es preciso considerar tal afirmación como exagerada, al menos en lo anterior al año 1081. Como con justeza dice J. Laurent, “en 1080, siete años después de su aparición en las orillas del Bósforo, los turcos no estaban establecidos todavía en parte alguna, ni habían fundado un Estado ni pasaban de ser merodeadores errantes y desordenados”.

El sucesor de Alp Arslan invistió con el mando de las tropas del Asia Menor a Suleiman ben Kutalmisch, quien ocupó la parte central del Asia Menor, pero en 1080-1081, su situación no estaba todavía afirmada. Más tarde fundó el sultanato de Rum o Asia Meno, cuya capital fue Iconion (hoy Konia), la ciudad más rica y bella del Asia Menor. Llámase, pues con frecuencia a ese Estado de los selyúcidas sultanato de Iconion. El nuevo sultanato se extendía del Asia Menor central al mar Negro por el norte y hasta las costas mediterráneas al sur, y convirtióse en un peligro potencial para el Imperio. Las tropas turcas siguieron avanzando hacia el oeste y las fuerzas del Imperio no pudieron oponerse al peligro selyúcida.

Los progresos de los selyúcidas, y acaso el amenazador avances de los pechenegos y los uzos al norte, obligaron a Miguel VII Ducas Parapinaces, a principios de su reinado, decidió a pedir socorro a Occidente. En consecuencia dirigió un mensaje al Papa Gregorio VII prometiéndole, a cambio de su ayuda, procurar la unión de las dos Iglesias. Gregorio VII acogió favorablemente la demanda del emperador de Oriente y dirigió varios mensajes a los príncipes de la Europa occidental y a “todos los cristianos”. Declaraba en aquellos mensajes el Papa, entre otras cosas, que “los paganos ejercían sobre el Imperio cristiano mucha presión y habían devastado con crueldad inaudita todo lo que había fuera de los muros de Constantinopla”. Pero las llamadas de Gregorio VII no produjeron ningún resultado tangible para Bizancio y éste no recibió auxilio alguno de Occidente. A la vez continuaba la larga y terrible disputa de las Investiduras y el conflicto entablado entre el Papa Gregorio VII y el emperador Enrique IV.

Cuando Alejo Comneno ascendió al trono, era evidente que el avance de los selyúcidas hacia el oeste constituía un peligro mortal para Bizancio.

 

Los pechenegos.

Hacia fines del período macedónico, los pechenegos eran, al norte, los más peligrosos enemigos del Imperio. El gobierno imperial les había permitido establecerse en los distritos situados al septentrión de los Balcanes y otorgado títulos honoríficos a varios príncipes pechenegos. Pero estas medidas no resolvían el problema. En primer término los pechenegos no sabían acomodarse a una vida sedentaria y, en segundo, nuevas hordas de pechenegos y de sus parientes , los uzos, llegaban sin cesar a las regiones transdanubianas, dirigiéndose al sur y volviendo sus miradas a los territorios bizantinos, con el afán de entrar en ellos saqueándolos.

Isaac Comneno logró detener el avance de los pechenegos, “que habían salid o, arrastrándose, de sus antros”, y restableció la situación bizantina en la orilla del Danubio. A la vez oponía resistencia al progreso de los turcos.

Bajo el reinado de Constantino Ducas, los uzos aparecieron junto al Danubio. Según G. Vasilievski “fue una verdadera emigración. Una tribu entera, comprendiendo seiscientos mil hombres, con todos sus bienes y cuanto poseía. se reunió en la orilla izquierda del río. Cuantos esfuerzos se hicieron para impedirles pasar fueron inútiles”. La región de Tesalónica, Macedonia, Tracia e incluso Grecia padecieron terribles devastaciones. Un historiador bizantino contemporáneo observa que “toda la población de Europa tenía (entonces) los ojos vueltos a aquella emigración”. Tan terrible amenaza fue apartada a causa de diversas circunstancias y entre el pueblo se atribuyó este feliz desenlace a una milagrosa intervención del cielo. Algunos uzos entraron al servicio del gobierno y recibieron tierras en Macedonia. Ya indicamos antes el importante papel negativo desempeñado por uzos y pechenegos en el fatal combate de Mantzikert.

La nueva política financiera de Miguel VII Ducas, quien, por consejo de su primer ministro, redujo las dádivas que se enviaban a las poblaciones del Danubio, produjo agitación entre los pechenegos y uzos de los distritos danubianos. Aquellas tribus formaron alianza con los nómadas transdanubianos, se pusieron de acuerdo con un general bizantino que se sublevó contra el emperador y, en concierto con otras tribus, incluso quizá las eslavas, se encaminaron al sur, asolaron la provincia de Adrianópolis y sitiaron Constantinopla, que sufrió mucho por falta de víveres. En este crítico momento fue cuando, apretado por selyúcidas y pechenegos, Miguel VII se dirigió al Papa.

La habilidad de la diplomacia bizantina logró, a lo que parece, salvar a Bizancio, sembrando la discordia entre las fuerzas sitiadoras aliadas. Se levantó el asedio y los enemigos retornaron, cargados de rico botín, a las orillas del Danubio. Hacia finales de este período los pechenegos participaron activamente en la lucha entre Nicéforo Botaniates y Alejo Comneno.

El problema uzo-pechenego no quedaba resuelto. Pero aquel peligro turco septentrional, que a veces puso en peligro la capital misma, fue abatido por la dinastía de los Comnenos.

 

Los normandos.

Los normandos aparecieron en Italia en el último período de la dinastía macedónica. Aprovechando las dificultades internas de Bizancio y la ruptura bizantina con Roma, los normandos avanzaron victoriosamente por las posesiones imperiales del sur de Italia. El gobierno de Constantinopla no podía oponerse a la amenaza occidental por tener absorbidas todas sus fuerzas en la lucha contra los selyúcidas, quienes, así como los uzos y los pechenegos, parecían ser los aliados naturales de los normandos. Según frase de Neumann “el Imperio, en Italia, se defendía sólo con su brazo izquierdo”. En su lucha contra Bizancio los normandos encontraron un arma de primer orden en su flota, la cual ayudaba poderosamente a las fuerzas de tierra. Por ende, a mediados del siglo, XI los normandos tuvieron un gran conductor, Roberto Guiscardo, “quien, de jefe de bandoleros, se elevó a la jerarquía de fundador de Imperio” (Neumman).

Roberto Guiscardo se proponía como fin esencial la conquista de la Italia meridional bizantina. Aunque el Imperio hubiese de afrontar muchas dificultades, la lucha al principio fue indecisa y ambos adversarios alcanzaron éxitos alternativos. Roberto ocupó Brindisi, Tarento y Reggio (Rheggium), pero a los pocos años las dos primeras ciudades fueron recuperadas por las tropas bizantinas enviadas a Bari, las cuales comprendían en sus filas elementos varengos. Luego la lucha volvió a ser favorable a los normandos.

Guiscardo asedió Bari, entonces principal centro de la dominación bizantina en e l mediodía de Italia y una de las plazas mejor fortificadas de la península. Sólo mediante un ardid habían logrado los musulmanes ocuparla momentáneamente a mediados del siglo IX. En el mismo siglo, Bari había opuesto encarnizada resistencia al emperador de Occidente, Ludovico II. De manera que el sitio de Bari era difícil empresa militar. Roberto tuvo un poderoso auxilio en la flota normanda, que bloqueó el puerto. Tras un sitio de tres años, Bari, en 1071, se rindió a Guiscardo.

La caída de Bari significaba el fin del dominio bizantino en Italia del sur. Desde aquella importante base Roberto pudo proseguir rápidamente las operaciones y concluir la conquista de las últimas posesiones bizantinas del interior. La conquista de la Italia meridional dio facilidad a Roberto para intentar la reconquista de Sicilia de manos musulmanas.

La conquista del sur de Italia por los normandos no destruyó en absoluto la influencia bizantina. Aun se experimentaba entonces en todo el Occidente una admiración profunda por el Imperio oriental, su esplendor y sus tradiciones. El Imperio de Occidente que creara Carlomagno y el de Otón el Grande reflejaban en su exterior las ideas, costumbres y formas orientales, consagradas por varios siglos. Los conquistadores normandos del sur de Italia y su jefe, Guiscardo, experimentaron aún más la fascinación del Imperio bizantino.

Roberto, duque de Apulia, se consideró sucesor legítimo de los emperadores bizantinos. Conservó la organización administrativa de Bizancio en los territorios conquistados. Así, hallamos en los documentos normandos mención del thema de Calabria. Vemos igualmente que las ciudades fueron gobernadas por exarcas o estrategos y que los normandos se esforzaron en obtener títulos bizantinos. La lengua griega se conservó en los oficios religiosos de Calabria. En algunos distritos se empleaba el griego como lengua oficial. En general, conquistadores y conquistados vivieron paralelamente, sin mezclarse, conservando sus idiomas, costumbres y usos propios.

Pero los ambiciosos proyect os de Roberto Guiscardo rebasaban los límites de la Italia meridional. Comprendiendo perfectamente la debilidad interior del Imperio y sus graves dificultades exteriores, el ambicioso normando comenzó a soñar con ceñir la corona imperial de los basileos.

La caída de Bari en el verano de 1071 y el nefasto combate de Mantzikert en agosto del mismo año demuestran la mucha importancia que aquel 1071 tuvo en la historia general de Bizancio. Al oeste, Italia del sur quedaba definitivamente perdida. Al este desaparecía la dominación bizantina en Asia Menor. Reducido territorialmente, privado de una de sus partes más vitales, como el Asia Menor lo era, el Imperio de Oriente entró en un período de honda decadencia a contar de la segunda mitad del siglo XI. A pesar de su renacimiento bajo los Comnenos, había de perder progresivamente su importancia política y económica en provecho de los Estados de la Europa occidental.

El emperador Miguel VII advirtió toda la extensión del peligro que Roberto hacía correr al Imperio. Quiso detenerlo mediante una alianza de las dos casas reales y prometió a su hijo en matrimonio con la hija de Roberto. Pero no por eso se restableció la situación del Imperio y, al producirse la deposición de Miguel, los normandos reanudaron las hostilidades contra Bizancio. Al ascender al trono los Comnenos, los normandos se disponían a emprender operaciones allende el Adriático.

En resumen, el período de turbulencias comprendido entre 1056 y 1081 produjo un retroceso general del poder imperial en todas las fronteras de Bizancio. Además se caracterizó por casi constantes luchas intestinas. Estas dos series de hechos hicieron que los Comnenos recogieran una herencia muy difícil.

 

La instrucción, la ciencia y el arte durante el período de la dinastía macedónica.

La época macedónica, caracterizada por una hirviente actividad en lo exterior y lo interno, fue también un período de notable desenvolvimiento en todas las ramas de la civilización. Entonces se manifestaron claramente los rasgos típicos de la cultura bizantina: la unión más íntima de los elementos seculares y teológicos; la combinación de la antigua sabiduría pagana con los nuevos conceptos del cristianismo; el desarrollo de los conocimientos universales y enciclopédicos y, en fin, la falta bizantina de originalidad y potencia creadora. Durante todo aquel período, la escuela superior de Constantinopla fue un centro de estudios científicos y literarios en torno al cual se agruparon las mejores fuerzas intelectuales del Imperio.

El emperador León VI el Filósofo, discípulo de Focio, no estaba dotado de gran talento literario, pero, aun así, escribió varios sermones, himnos eclesiásticos y otras obras. Se esforzó —y ese fue su mayor mérito — en conservar el ambiente intelectual creado por Focio y, con frase del historiador Popov, “se creó un lugar de honor en la historia de la instrucción bizantina en general y de la instrucción eclesiástica en particular”. León favoreció y protegió a todos los sabios y hombres de letras. Bajo su reinado “el palacio imperial se transformó a veces en una nueva Academia, en un nuevo Liceo”.

Sobre el fondo del movimiento ideológico del siglo X resalta la figura del emperador Constantino Porfirogénito, quien contribuyó mucho al desarrollo intelectual de Bizancio, no sólo protegiendo solícitamente la cultura, sino también componiendo numerosos escritos originales. Habiendo abandonado la dirección de los asuntos públicos a Romano Lecapeno, pudo disponer de tiempo para consagrarse a lo que le interesaba. Logró crear y animar un intenso movimiento literario y científico, al que prestó más estímulo su activa colaboración personal. Escribió mucho, alentó a otros a escribir y se esforzó en aumentar la instrucción de su pueblo. Su nombre está vinculado a la inauguración de muchas, construcciones magníficas. Se interesó con pasión por el arte y la música y consagró grandes cantidades de dinero a mandar componer antologías de los escritores antiguos.

Nos han llegado numerosas obras de la época de Constantino VII. Algunas proceden de la pluma del propio Constantino, otras tuvieron su colaboración y otras (antologías de antiguos textos, enciclopedias que contenían pasajes de ciertos escritores sobre cuestiones diversas) fueron redactadas por iniciativa suya. Entre los libros de Constantino debemos mencionar la biografía panegírica de su abuelo Basilio I. Otro, dedicado a su hijo y sucesor, versa sobre la administración del Imperio y encierra interesantes y valiosos informes sobre la geografía de los países extranjeros, sobre las relaciones del Imperio bizantino con las naciones vecinas y sobre la diplomacia de Bizancio. Los primeros capítulos de la obra están consagrados a los pueblos del norte, pechenegos, rusos, uzos, kázaros y magiares (turcos), todos los cuales —y en especial los dos primeros— desempeñaron importante papel en la vida económica y política del Imperio en el siglo X. Este libro trata igualmente de los árabes, los búlgaros, los dálmatas, los francos, la Italia del sur, Venecia y otros pueblos y Estados. La obra contiene también una lista de los rápidos del Dniéper, indicados en dos lenguas, la “eslavona” y la “rusa”, esto es, la escandinava. Ello forma una de las bases más sólidas en pro de la teoría del origen escandinavo de los primeros príncipes rusos. El libro se compuso entre 948 y 952 (o 951). Su orden primitivo no era el que se halla hoy en el texto impreso. El hombre que mejor ha estudiado esta obra —J. B. Bury— la califica de “mosaico”. Ese tratado nos da una impresionante idea de la potencia política, diplomática y económica del Imperio en el siglo X. Se halla igualmente una rica documentación geográfica en la tercera obra de Constantino, De thematibus, compuesta según escritos geográficos de los siglos V y VI. También en su reinado se redactó la gran obra conocida por Libro de las ceremonias de la corte bizantina, que da ante todo una descripción detallada de las complicadas reglas de la vida en la corte bizantina. Las indicaciones que allí se encuentran sobre bautismos, matrimonios, coronaciones, funerales de emperadores, d iversas solemnidades eclesiásticas, recepción de embajadores extranjeros, organización de expediciones militares, cargos y títulos y otros muchos aspectos de la existencia, son de inestimable valor para quien quiera estudiar, no sólo la vida de la corte, sino también la de la sociedad de todo el Imperio. El ceremonial bizantino, procedente del usado en el Bajo Imperio romano de la época de Diocleciano y de Constantino, penetró en la vida cortesana de la Europa occidental y de los Estados eslavos, incluso Rusia. Ciertas ceremonias de la corte turca en el siglo XX presentan algunas huellas de la influencia bizantina. A Constantino se debe también el prolijo relato del triunfal traslado de la imagen milagrosa del Salvador desde Edesa a Constantinopla, en 944. Según la tradición popular, aquella imagen había sido enviada antaño al príncipe de Edesa por el propio Cristo.

Entre los literatos y sabios que rodeaban a Constantino figuró el historiador José Genesios, autor de una historia de la época comprendida entre León V y León VI (813-886), y también Teodoro Dafnopates, quien escribió una obra histórica que ha llegado hasta nosotros, varias cartas diplomáticas, diversos sermones pronunciados en las solemnidades cristianas y una serie de Vidas. Acaso deba identificársele con el “continuador de Teófanes”. A instancias del emperador, Constantino el Rodense compuso una descripción poética de la iglesia de los Santos Apóstoles. Esta obra es particularmente valiosa porque nos da una pintura del famoso templo, más tarde destruido por los turcos.

Entre las enciclopedias aparecidas en la época de Constantino debe incluirse la famosa colección de Vidas de santos debida a Simeón Metafrasta.

De la primera mitad del siglo X data igualmente la Antología palatina, de Constantino Cefalas. El título está tomado del único manuscrito que de la obra poseemos: el Codex Palatinus, hoy en Heidelberg. Ciertos autores identifican a este Constantino de la antología con Constantino el Rodense, opinión que debe considerarse muy poco probable. La Antología palatina es una extensa compilación de poemas breves de los tiempos paganos y cristianos y honra la delicadeza del gusto literario del siglo X.

Al reinado de Constantino Porfirogénito corresponde también la compilación del famoso Lexicón de Suidas. No tenemos informe alguno sobre la vida y persona del autor de ese léxico, que es una de las más ricas fuentes que existen para la explicación de palabras, nombres propios y cosas de uso corriente. Los artículos literarios e históricos consagrados a las obras que no han llegado a nosotros tienen un considerable valor particular. A pesar de ciertas insuficiencias, “el Lexicón de Suidas es un monumento admirable de la actividad compiladora de los sabios bizantinos en una época en que la ciencia se hall aba en el resto de Europa en un estado de decadencia completa. Esta es una prueba más de hasta qué punto el Estado bizantino, a despecho de las dificultades interiores y exteriores que atravesó, supo guardar y desarrollar lo que de la antigua cultura quedaba” (Krumbacher).

Otra figura notable del período macedónico fue Aretas, obispo de Cesárea en la primera mitad del siglo X. Su extensa instrucción, el profundo interés que sentía por las obras literarias, se reflejan en sus propias obras. Su comentario gri ego del Apocalipsis, sus notas sobre Platón, Luciano y Eusebio, sus preciosas cartas, conservadas en un manuscrito de Moscú y aun inéditas, muestran el eminente lugar que Arelas de Cesárea tuvo en el movimiento intelectual del siglo X. El patriarca Nicolás el Místico, célebre por el papel activo que ejerció en la vida eclesiástica de aquel período, dejó una interesante colección de más de ciento cincuenta cartas. Entre ellas las hay dirigidas al emir árabe de Creta, a Simeón de Bulgaria, a los Papas, al emperador Romano Lecapeno, a los obispos, a los monjes, a diversos funcionarios de la administración civil, etc. Esos mensajes nos proporcionan una rica documentación sobre la política interna y exterior del siglo X.

León el Diácono, contemporáneo de Basilio II y testigo ocular de los sucesos de la guerra búlgara, dejó una historia en diez libros abarcando el período comprendido entre 959 y 975 y conteniendo relatos de las campañas contra árabes, búlgaros y rusos. Esta historia es la más importante que poseemos sobre el esplendente periodo de Nicéforo Focas y Juan Tzimiscés, ya que es la única contemporánea. La obra de León el Diácono es inestimable también para quienes quieran estudiar las primeras páginas de la historia rusa, porque el autor da extensos infor mes sobre Sviatoslav y la guerra que éste sostuvo contra los griegos.

Ya hablamos de la monografía de Juan Cameniates, sacerdote de Tesalónica, a propósito de la toma de esta ciudad por los árabes en 904, acontecimiento al que asistió.

Entre los cronistas del periodo debemos citar al continuador anónimo de Teófanes (Theophanes Continuatus ), el cual relata los sucesos del período 813-961, con arreglo a las obras de Genesios, de Constantino Porfirogénito y del continuador de Jorge Hamartolo. Aun no se ha resuelto cuál pueda ser la identidad del autor de esta compilación. Los cronistas del siglo X, Simeón, magistros y logoteta, León el Gramático y Teodosio de Mitelene presentan a los eruditos un problema todavía no solucionado, como es el de conocer las relaciones recíprocas de esos textos, tan semejantes, que describen brevemente los sucesos a contar de la creación del mundo. La cuestión se torna más delicada en virtud del hecho de que el texto griego original de Simeón está inédito todavía.

Al siglo X pertenece igualmente una de las más interesantes figuras de la literatura bizantina: Juan Ciriotas, generalmente conocido por “El Geómetra”. El período brillante de su actividad literaria se sitúa bajo los reinados de Nicéforo Focas, Juan Tzimiscés y Basilio II. Su héroe favorito es Nicéforo Focas. Juan nos ha dejado epigramas, poesías de circunstancias, una obra en verso sobre el ascetismo (El Paraíso) y algunos himnos en loor de la Santa Virgen. Los epigramas y poemas de ocasión están estrechamente vinculados a los sucesos políticos de la época, como la muerte de Nicéforo Focas, la de Juan Tzimiscés, la insurrección de Bardas Skleros, la de Bardas Focas (en su poema La rebelión). la guerra búlgara, etc. Todas estas obras ofrecen gran interés para la historia del período. En uno de sus poemas, escrito en ocasión de su viaje desde Constantinopla a Selibria, pasando por distritos afectados por la guerra, hallamos un cuadro apasionante, grandioso y patético de los sufrimientos y miserias de la población rural.

Krumbacher acierta al decir que Juan el Geómetra es uno de los escritores “más exquisitos” de la literatura bizantina. Muchos de sus poemas merecerían ser traducidos a nuestras lenguas modernas. Sus obras en prosa —retórica, exégesis y arte oratorio — ofrecen menos interés que sus poemas.

En la primera mitad del siglo XI floreció también uno de los mejores poetas bizantinos, Cristóbal de Mitilene, a quien solo conocemos bien desde hace poco. Sus poemas breves, escritos en general en trímetros yámbicos, en forma de epigramas o de mensajes a diversas personas, incluso los emperadores de la época, se distinguen por su estilo gracioso y su ingenio.

En ese mismo siglo X en que Bizancio conoció un período de brillante desenvolvimiento, llegaron a las orillas del Bósforo representantes del Occidente bárbaro, ansiosos de instruirse.

A fines del siglo X y principios del XI toda la atención del Imperio se centró en las campañas que elevaron a Bizancio al pináculo de su gloria militar. En consecuencia la actividad intelectual y la potencia creadora disminuyeron un tanto, Basilio II trataba con desdén a los sabios. Ana Comnena, que escribió en el siglo XII, observa que “después del reinado de Basilio II Porfirogénito hasta el de Constantino Monómaco, el estudio de las letras, aunque descuidado por la mayoría, no desapareció por completo y más tarde volvió a brillar”. Individuos aislados seguían trabajando con diligencia y pasaban noches enteras consagrados al estudio, a la luz de las lámparas. Una educación superior ampliamente favorecida por el gobierno no reapareció sino a mediados del siglo XI bajo Constantino Monómaco, época en que un grupo de hombres cultos, dirigidos por el joven Constantino Psellos, interesó en sus propósitos al emperador y ejerció gran influjo en la corte. Se entablaron vivas discusiones respecto a la reforma de la escuela superior. Unos deseaban una escuela de derecho; otros una de filosofía, es decir, de cultura general. La agitación crecía sin cesar, provocando incluso manifestaciones públicas. El emperador halló un medio excelente de resolver la situación; organizar una escuela de filosofía y una facultad de derecho. Siguióse la fundación de la Universidad en 1045. La Novela relativa a la fundación de la escuela de derecho ha llegado a nosotros. En la escuela de filosofía enseñábase ésta y se trató de dar a los estudiantes una rígida cultura general. A la cabeza de la escuela estaba el famoso sabio y escritor Psellos. La escuela de derecho era una especie de liceo o academia de jurisprudencia.

El gobierno bizantino tenía viva necesidad de funcionarios expertos y cultos, y sobre todo de juristas. A falta de escuelas especiales de derecho, los jóvenes se instruían en la ciencia del derecho apelando a juristas, notarios y hombres de leyes que rara vez tenían conocimientos extensos y profundos en esa disciplina. La escuela jurídica fundada por Constantino Monómaco tendía a satisfacer aquella urgente necesidad sentida por el gobierno. Estuvo a su cabeza Juan Xifilino, contemporáneo y amigo de Psellos y no menos famoso que él. La instrucción siguió siendo gratuita. Los profesores recibían del gobierno buenos sueldos y vestidos de seda, regalos en especie y dádivas por Pascuas. Podían entrar en la escuela de derecho cuantos lo desearan, sin tener en cuenta la posición social ni la fortuna y bastando que el estudiante poseyera suficiente preparación. La Novela de fundación de la escuela de derecho nos da una indicación de las miras del gobierno sobre la instrucción y la ciencia jurídica. La escuela de derecho del siglo XI se orientó en un sentido definidamente práctico: se esperaba de ella que procurase buenos funcionarios versados en las leyes del Imperio.

Al hombre que estuvo al frente de la escuela filosófica, Constantino Psellos, se le conoce ordinariamente por su nombre monástico de Miguel. Nació en la primera mitad del siglo XI. Sus brillantes estudios, su extenso saber, su notable talento, le elevaron mucho en la estima de sus contemporáneos, convirtiéndole en uno de los personajes más influyentes del Imperio. Fue invitado a acudir a la corte y recibió altas funciones y elevados títulos. A la vez enseñaba filosofía y retórica a numerosos estudiantes. En una de sus cartas escribe: “Hemos sometido a los celtas (los pueblos de la Europa occidental) y a los árabes, y ellos han venido desde dos continentes a co ncurrir a nuestra gloría. El Nilo inunda la tierra de los egipcios y mi lengua su espíritu... Uno de esos pueblos me califica de antorcha de la ciencia, el otro de luminaria, un tercero me honra con los más hermosos nombres”. Siguiendo el ejemplo de su amigo Juan Xifilino, el rector de la escuela de derecho, Psellos tomó el hábito monástico, adoptó el nombre de Miguel y pasó algún tiempo en un monasterio. Pero la vida solitaria de los monjes no cuadraba a Psellos. Abandonando su convento, volvió a la capital, donde recobró sus importantes funciones. A finales de su vida fue hecho primer ministro. Debió de morir el 1078.

Psellos, que vivía en un período de turbulencias y decadencia señalado por frecuentes cambios de emperador y de política, supo desplegar un gran talento de adaptación a las variables condiciones de la existencia. sirvió a nueve emperadores sin dejar de elevarse y aumentar su influencia. No vaciló en adular y humillarse, en corromper a otros con miras a su posición personal. No cabría, pues, decir que poseyó grandes cualidades morales, pero en esto no difirió de otras muchas gentes que vivieron en aquel agitado y difícil período.

Junto a estos rasgos de su carácter, negativos en cierto modo, Psellos po seyó cualidades con las que se adelantó mucho a sus contemporáneos. Tenía una magnífica cultura y grandes conocimientos, leía mucho y trabajaba enormemente. Escribió considerable cantidad de libros y dejó muchas obras de teología, filosofía (inspirada en Platón), ciencias naturales, filología, historia, derecho, poesías, una serie de discursos y una vasta correspondencia. La Historia de Psellos relata los hechos comprendidos entre la muerte de Juan Tzimiscés y los últimos años de la vida del autor (976 -1077), siendo una fuente muy valiosa para el estudio de la historia del siglo XI, a pesar de cierta parcialidad. La obra literaria de Psellos nos lo muestra como un representante de la cultura secular impregnada de helenismo. No pecó por exceso de modestia. Dice en su Cronografía: “Siempre me han asegurado que tengo una pronunciación bella, la cual se nota hasta en mis más sencillas palabras. Cuanto yo decía sin preparación alguna, estaba señalado por un encanto natural. Yo lo hubiese desconocido si varias personas, oyéndome hablar, no lo hubiesen certificado”. Declara también: Constantino IX “admiraba al más alto punto mi elocuencia y sus oídos estaban siempre suspendidos de mis labios”. Miguel VI le “admiraba profundamente y gustaba la miel que se desprendía de mis labios”. Constantino X bebía sus palabras “como néctar”. Eudoxia le “consideraba cual un dios”. No obstante, los historiadores dan juicios opuestos sobre la obra y personalidad de Psellos. De todos modos parece indiscutible que ocupó un lugar tan ele vado en la vida espiritual de Bizancio en el siglo XI como Focio en el IX o Constantino Porfirogénito en el X.

La época macedonia, más especialmente el siglo X, está considerada como el período del desenvolvimiento de la poesía épica y de los cantos populares bizantinos. La intensa vida de los confines orientales del Imperio, donde había combates casi continuos, ofrecía vasto campo a los actos de bravura y a las hazañas peligrosas. Hubo un hombre que dejó en el pueblo bizantino un recuerdo duradero y profundo: el héroe de las provincias fronterizas, Basilio Digenis Akritas.

Parece que el nombre verdadero de aquel héroe de epopeya fue meramente Basilio. Digenis y Akritas fueron sólo sobrenombres. El término Digenis (“nacido de dos orígenes”) se debió a que su padre fue musulmán y árabe y su madre cristiana y griega. Se daba corrientemente el nombre de Digenis a los nacidos de dos razas diferentes. El nombre Akritas, plural akritai (del griego “frontera”), servía para designar a los defensores de las fronteras más extremas del Imperio. Los akritas gozaban a veces de gran independencia respecto al poder central: se les ha comparado justamente con los margraves o jefes de marcas fronterizas de la Europa occidental y con los cosacos ucranianos (ukraína, frontera) de la historia de Rusia.

Digenis Akritas, el héroe legendario, consagró toda su vida a luchar contra los musulmanes y los apelatai. Este último término había designado en su origen a los “dispersadores de rebaños” y luego, más sencillamente, los “ladrones”, y servía en la frontera oriental del Imperio bizantino, para denominar a los bandidos montañeses, “hombres audaces, de alma y cuerpo templados, semibandoleros y semíhéroes” (Veselovski) que no reconocían la autoridad del emperador ni la del califa, y asolaban los territorios de ambos soberanos. En tiempo de paz aquellos temibles band idos eran tan perseguidos por cristianos como por musulmanes, mientras en tiempos de guerra cada uno de los adversarios se esforzaba en ganarse el apoyo de hombres tan resuelto s. Con expresión de Rambaud, en los distritos fronteros la gente “se sentía muy lejos de Bizancio. No se hubiera creído uno en las provincias de una monarquía ordenada, sino en la anarquía feudal de Oriente”.

Según diversas alusiones esparcidas en la epopeya de Digenis Akritas, cabe afirmar que los hechos reales que sirvieron de base a dicha epopeya se produjeron a mediados del siglo X en Capadocia y en la región del Éufrates. En la epopeya, Digenis ejecuta altos hechos y brillantes acciones en el campo cristiano y en pro del Imperio: para él, la ortodoxia y la Romania (es decir, el Imperio bizantino) son dos elementos inseparables. La descripción del palacio de Digenis nos da una idea muy clara de la magnificencia y la riqueza que se hallaban entre los gran des propietarios del Asia Menor, tan cruelmente aborrecidos por Basilio II Bulgaróctonos. Ciertos historiadores han llegado a identificar el personaje legendario con uno histórico del siglo X, pero faltan pruebas demostrativas de esta tesis. Aun se enseña a los viajeros, cerca de Trebisonda, la tumba del héroe, la cual, según tradición popular, protege contra el mal de ojo a los recién nacidos.

El fondo de la epopeya de Digenis Akritas ofrece grandes semejanzas con los famosos poemas épicos de la Europa occidental, de los que son los principales La Canción de Rolando , que data de la época de Carlomagno, y el Poema del Cid, ambos nacidos de la lucha del cristianismo contra el Islam.

El prototipo oriental de Digenis Akritas fue, como antes indicamos, el semilegendario paladín del Islam, Seif al Battal Ghazi, cuyo nombre está asociado a la batalla de Akroinon (740).

El nombre de Digenis fue popular hasta el fin del Imperio bizantino. Un poeta del siglo XII, Teodoro Pródromo, esforzándose en elogiar decorosamente al emperador Manuel Comneno, le llama “nuevo Akritas”.

Según Bury, “así como Homero refleja todos los aspectos de cierto estadio de la civilización griega primitiva, así como los nibelungos nos dan la imagen de la civilización de los germanos en la época de las grandes migraciones, así el ciclo de Digenis nos ofrece un vasto cuadro del mundo bizantino de Asia Menor y de la vida en las fronteras”.

El poema de Digenis Akritas nos ha llegado en varios manuscritos, el más antiguo de los cuales se remonta al siglo XIV. Incluso ha sobrevivido a Bizancio: aun hoy los habitantes de Chipre y del Asia Menor cantan las proezas del famoso héroe bizantino. Se halla una especie de reflejo de las baladas populares de la epopeya bizantina en los monumentos épicos rusos. La literatura rusa antigua tienen sus Hechos y vida de Digenis Akritas. El historiador ruso Karamzin (princ ipios del siglo XIX) los conoció y los tomó al principio por un cuento ruso de hadas. Como quiera que fuese, Los Hechos de Digenis Akritas tuvieron considerable importancia en el desarrollo de la antigua literatura rusa, ya que la vida y las letras rusas estuvieron muy hondamente afectadas por la influencia bizantina tanto eclesiástica como profana. Es interesante notar que la versión rusa del poema de Digenis contiene episodios que no nos han llegado en los textos griegos.

La vida intelectual y artística del Imperio continuó desarrollándose durante el difícil período de las turbulencias que siguieron a la época de la dinastía macedónica. Ya sabemos que tales acontecimientos no interrumpieron la actividad de Miguel Psellos, lo que indica que la vida intelectual del país no sufrió eclipse. Psellos recibió tantos favores de los emperadores ocasionales que se sucedieron en el trono como de los representantes de la dinastía macedónica.

Entre los escritores notables de ese período sobresale Miguel Attaliota. Nacido en Asia Menor, emigró a Constantinopla y abrazó la carrera de jurista. Los escritos que de él nos han llegado pertenecen a las esferas de la historia y de la jurisprudencia. Su historia abarca el período comprendido entre 1034 y 1079. Apóyase en observaciones personales y da un cuadro verídico de la época de los últimos macedonios y de los subsiguientes años de perturbaciones. El estilo de Miguel Attaliota testimonia ya en ciertos lugares aquel artificial renacimiento del clasicismo que tanto se desarrolló en la época de los Comnenos. El tratado jurídico de Miguel, que se deriva por entero de las Basílicas, fue muy popular. El autor se había propuesto publicar un tratado de derecho muy breve y accesible a todos. Se hallan muy interesantes informes sobre la civilización del Imperio en el siglo XI en el estatuto compuesto por Miguel para el asilo de pobres y el convento que fundó. Ese estatuto contiene un inventario de los bienes de ambas casas, incluyendo, entre otras cosas, una lista de los libros de la biblioteca del convento.

La época de la dinastía macedónica es muy importante en la historia del arte bizantino. El período que corre de mediados del siglo IX hasta el XII llamase en la ciencia la Segunda Edad de Oro del Imperio bizantino (la primera fue la de Justiniano). La crisis iconoclasta, como vimos, libró al arte bizantino de la influencia restrictiva de la Iglesia y del monaquismo y abrió nuevas vías artísticas, exteriores al dominio de la religión. Al extremo de esas nuevas vías se hallan las características siguientes: retorno a las tradiciones de los modelos alejandrinos primitivos; desarrollo de la ornamentación aprendida de los árabes y por tanto muy emparentada a la del Islam; substitución de los motivos eclesiásticos por otros históricos o profanos tratados con mayor realismo. Pero el arte de la época macedónica no se limitó a imitar o copiar esos themas, sino que creó cosas nuevas y original es. “El estilo griego revivificado de los períodos macedónico y comnénico, produjo algo más que la gracia física de la manera helenística del siglo IV ya que se agregó una parte importante de la gravedad y fuerza de los siglos anteriores. Estas cualidades señalaron con su sello el estilo medieval bizantino. Su influjo eliminó las formas groseras del siglo VI, que ya no se vieron más que en las provincias alejadas, donde no se sentía la atracción de la capital. De ello resultó una mezcla de dignidad y gracia , de moderación y de orden, un refinamiento sereno que se convirtieron en característicos del arte bizantino en el período de su madurez. Aquellas obras unieron la armonía y la emoción religiosas; tuvieron una seriedad que las de la época helenística no ha bían tenido. Puede ser exagerado decir que durante sus últimos siglos el arte bizantino fue helenizándose progresiva y sistemáticamente, pero es cierto que ya no era posible en él una orientalización profunda y completa”.

No carece de interés advertir que el famoso historiador austríaco Strzygowski se ha esforzado en demostrar una tesis estrechamente ligada a la época de la dinastía macedónica. Según él, la exaltación al trono del primer emperador de la dinastía macedónica, armenio de nacimiento, señaló una era nueva en la historia del arte bizantino: la era de la influencia directa del arte armenio sobre las creaciones artísticas de Bizancio.

En otras palabras, Strzygowski trata de invertir los términos, tendiendo a afirmar que, lejos de haber sufrido Armenia —como antiguamente se creía — la influencia del arte bizantino, influyó sobre éste. En realidad, la influencia armenia fue muy fuerte en la época de la dinastía macedónica. Numerosos artistas y arquitectos armenios trabajaron en Bizancio. La Nueva iglesia, construida bajo Basilio I, acaso se realizara según un plan armenio. Cuando, en el siglo X, un terremoto dañó la cúpula de Santa Sofía, a un arquitecto armenio, autor de los planos de la catedral de Ani, se le confió la obra de restauración. No obstante, y aunque las teorías de Strzygowski contengan, con frase de Diehl, “muchas cosas ingeniosas y seductoras”, no se pueden aceptar íntegramente.

Basilio I fue un gran constructor. Hizo levantar la Nueva iglesia, ya mencionada, acontecimiento tan importante para él como la edificación de Santa Sofía fuera para la política constructora de Justiniano. También mandó erigir un palacio nuevo —el Kenurgion—, decorándolo con brillantes mosaicos.

Dispuso restaurar y ornar Santa Sofía y los Santos Apóstoles. La primera, malparada por el movimiento sísmico del 989, fue objeto de cuidados y atenciones imperiales en los siglos X y XI.

Bajo los emperadores macedonios se abrieron las primeras escuelas imperiales de pintura de iconos. De ello, además de la ejecución de muchos iconos y de la decoración de numerosas paredes de templos, se derivó la iluminación, efectuada en tales escuelas, de abundantes manu scritos. De Basilio II data el famoso Menologio del Vaticano, con magníficas miniaturas debidas a ocho iluminadores cuyos nombres aparecen inscritos en las márgenes. Otras muchas miniaturas interesantes, original y bellamente ejecutadas, pertenecen a esa época.

El principal foco artístico del Imperio fue Constantinopla, pero las provincias tuvieron también importantes monumentos de arte: así la iglesia de Skripu (874) en Beocia; un grupo de iglesias del Athos que se remontan al siglo X o principios del XI; San Lucas de Stiris en Fócida (principios del siglo XI); Nea Moni de Quío (mediados del siglo XI); la iglesia del monasterio de Dafni en el Ática (finales del siglo XII). En Asia Menor, las numerosas iglesias de Capadocia, talladas en la roca, conservan frescos del mayor interés, muchos de los cuales se remontan a los siglos IX, X y XI. El descubrimiento y estudio de esos frescos de Capadocia, que Khan revelado un tesoro extraordinario de pinturas murales” (Dalton), están estrechamente asociados al nombre de R. P. G. de Jerphanion, quien ha consagrado su vida a la investigación detallada de Capadocia, “nueva provincia del arte bizantino” (Diehl).

El arte bizantino de la época macedónica brilló allende las fronteras del Imperio. Las más recientes pinturas de la famosa iglesia romana de Santa María la Antigua, que se hacen remontar a los siglos IX y X, pueden incluirse entre las obras notables del Renacimiento macedonio.

Santa Sofía de Kiev (1037), en Rusia, pertenece igualmente, con otras muchas iglesias, a la tradición “bizantina” de la época de los emperadores macedonios.

El brillante período de esa dinastía (867 -1025) fue también la época mejor del arte bizantino desde el punto de vista de la vitalidad y originalidad del arte. El intervalo de turbulencias que siguió, así como la época de los Comnenos, vieron nacer y desarrollarse un arte diferente en absoluto, más seco y más rígido. “Los estandartes bizantinos, conducidos (por Basilio II) a Armenia, retrocedían poco a poco; los de los turcos selyúcidas avanzaban. En el interior reinó ese espíritu de inmovilidad que halla su expresión en ceremonias y paradas: el espíritu de un Alejo Comneno y su corte. Todo esto se reflejó en el arte del siglo que precedió a la invasión de los cruzados de Occidente. Las fuentes del progreso se agotaron; cesó de haber potencia creadora orgánica; el solo cambio posible era la aceptación pasiva de las fuerzas externas. El fervor religioso fue absorbido por preocupaciones formularias. El sistema litúrgico, al gobernar la pintura, tuvo por resultado una floración de manuales o guías para pintar, en los cuales se señalaba con exactitud el camino a seguir. La composición fue así estereotipada y hasta los colores prescritos con antelación” (Dalton).

 

 

Capítulo VI

BIZANCIO Y LOS CRUZADOS. LOS COMNENOS Y LOS ANGELES